Chile-Argentina. Encuentros y desencuentros

Columna
Realidad y Perspectivas, N*83 (Abril 2020)
Eduardo Rodríguez Guarachi, ex embajador en Argentina y Presidente del Instituto San Martiniano

Las relaciones de Chile con los países fronterizos han constituido, desde siempre, una prioridad para nuestra política exterior. Por cierto, no han sido fáciles. Han atravesado, hasta hace pocas décadas, por episodios delicadísimos que llegaron a poner en peligro los vínculos pacíficos y de amistad. De hecho, los años 1978 y 1979 los vivimos en peligro.

Exceptuando el sensible caso de Bolivia, esas relaciones han registrado un mejoramiento sustantivo en los últimos años. No ha sido casual, sino profundamente causal. Es fruto de una labor de plazo largo, planificada y metódica, propia de una Política de Estado diseñada y ejecutada por los diferentes gobiernos de Chile, especialmente desde 1990. Y ha probado ser eficaz porque, en lo sustancial, las medidas aplicadas han sido recíprocas y complementarias.

Por lo mismo, programar las acciones futuras exige un conocimiento profundo de la naturaleza de las relaciones, su historia, sus perspectivas y, sobre todo, estar conscientes de la amplia gama de sensibilidades existentes en la densa red de vínculos con los vecinos. En ese marco, el realismo político aconseja prever que esos vínculos adquirirán, en el corto plazo, una mayor importancia y exigirán una mutua e incrementada colaboración. Nuestros países son productores de materias primas y alimentos los cuales, después de la pandemia que nos azota, serán demandados intensamente por los mercados internacionales, especialmente asiáticos.

Por lo señalado, la conectividad de Chile con los países fronterizos y particularmente con Argentina, debe tener un mejoramiento substancial. El objetivo de que nuestro país se transforme en una sólida plataforma de servicios hoy es más factible que ayer, pues ensamblará con necesidades urgentes del comercio exterior.

Coherentemente, la consolidación de la Política Vecinal de Estado tiene exigencias comunes que, en nuestro caso, coexisten con nuestra reputación como país con una institucionalidad democrática estable. Tales exigencias suponen la adopción de medidas y políticas para impedir que los cambios en las tendencias políticas de los gobiernos de cada país interfieran en la política de los otros.

Y es así porque, para trabajar unidos, no es necesaria una identidad política compartida por los gobiernos de los países vecinos. La alternancia en el poder en la región es una variable real, garantizada por instrumentos supranacionales, que debe estar explícita o implícitamente contemplada en los diseños de política exterior. En ese contexto, las tareas de las respectivas embajadas son de importancia decisiva. Sus funciones –políticas, comerciales, culturales y castrenses– implican trabajar para conjurar la ocurrencia de incidentes contrarios al respeto de la diversidad.

En particular, la relación chileno-argentina de las últimas décadas ha alcanzado un inédito nivel de buen entendimiento. Nuestras sociedades tienden a olvidar que, hasta 1990, las desavenencias eran graves y habían convertido la relación en un tema tenso. Pero, ese año Chile recuperó su democracia, con Patricio Aylwin como Jefe de Estado y Argentina estaba gobernada por Carlos Saúl Menem, sucesor de Raúl Alfonsín y también había superado una dictadura. El talante de dichos presidentes y las especiales características de la integración física, crearon las condiciones para resolver los delicados problemas limítrofes entonces pendientes que, según registros de la Comisión Mixta de Límites, eran veinticuatro.

Se inició, así, una ronda de negociaciones con el apoyo de la totalidad de los sectores políticos. Fue una tarea difícil que, por parte chilena, debí encabezar como embajador en Argentina. Fue posible alcanzar acuerdo en casi todos los puntos, con excepción del área de Laguna del Desierto. El proceso de negociaciones se extendió hasta 1998, año en que se resolvió el tema del límite en el sector Campo de Hielo Sur, en el 70% de su extensión.

Diplomáticamente fue un gran éxito, para dos países que tienen fronteras por casi 6.000 kilómetros las cuales, por sus accidentes y sinuosidades, siempre han planteado divergencias interpretativas sobre su recorrido. Cabe recordarlo pues, recientemente, hemos sido testigos de las comparaciones del presidente argentino Alberto Fernández respecto al manejo chileno de la pandemia y a su participación pública en asuntos de estricta política interna chilena. Esto ha producido “ruidos” que enrarecen el previo ambiente de cordialidad y cooperación.

Sin embargo, por lo antes expuesto, estoy cierto de que tales ruidos no interrumpirán el progreso alcanzado. Creo que se trata de incidentes que no deben tener continuidad, para poder sostener una relación construida laboriosamente, desde la lucha independentista y con base en una configuración geográfica que obliga a cuidarla con esmero.

De lo contrario, estaríamos ante la posibilidad de daños de difícil reparación o, derechamente, irreparables.

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