Columna El Líbero, 19.10.2024 Marcel Oppliger, periodista y escritor chileno desde Taipéi
Esta semana China realizó una serie de vastos y complejos ejercicios militares en torno a Taiwán, simulando un bloqueo a sus principales puertos, incursiones aéreas, y ataques coordinados a objetivos navales y terrestres. No es la primera vez.
Las maniobras fueron motivadas por el discurso del presidente Lai Ching-te la semana pasada, con ocasión del Día Nacional de Taiwán. El consenso de los analistas fue que Lai mostró un tono más bien conciliador hacia la República Popular, que considera que la isla es una provincia rebelde que tarde o temprano debe volver al redil, aunque nunca la ha gobernado. Pero el hecho de que recalcara que China y Taiwán no están subordinadas la una a la otra, y que la primera “no tiene derecho a representar” a la segunda bastó para desatar la ira del régimen de Xi Jinping, cuyo vocero militar declaró que los ejercicios “sirven como fuerte castigo a los actos separatistas de las fuerzas proindependencia de Taiwán”.
Lo curioso es que estos “actos separatistas” no son tales. Taiwán está comprometido con mantener el estatus quo, sin declarar una independencia que ya tiene de facto, si bien no de jure. Así, China responde movilizando a sus FF.AA. y gastando millones de dólares -justo ahora que su economía no está para aplausos- a lo que no son otra cosa que discursos, visitas (Nancy Pelosi en 2022), reuniones (la presidenta Tsai Ing-wen y Kevin McCarthy, en 2023) y ceremonias oficiales (la asunción de Lai en mayo pasado), pero no amenazas directas.
Esto no hace más que poner en duda la constante y altisonante retórica pacifista de Beijing como segunda superpotencia en el escenario internacional, porque sus acciones muestran a China muy dispuesta a contemplar la fuerza como recurso legítimo en defensa de sus aspiraciones territoriales y geopolíticas.
Aunque el gasto de China en defensa sigue estando todavía muy por detrás del de Estados Unidos en términos absolutos, es el país que más lo ha incrementado en las últimas dos décadas, pese a no enfrentar un peligro directo en su territorio ni en otros escenarios. Hoy tiene la mayor marina de guerra del mundo, el ejército más numeroso y una fuerza aérea que no para de crecer y modernizarse. Sin hablar de su creciente stock de misiles y su declarada intención de incrementar su arsenal nuclear. ¿Para qué?
El ánimo belicoso -si no belicista- de Beijing es evidente en su vecindario. Por ejemplo, reclamando para sí la cuasi totalidad del mal llamado Mar del Sur de China, donde Vietnam, Malasia, Brunéi, Las Filipinas y, claro, Taiwán, también ejercen legítimos derechos de soberanía para explotación de recursos y navegación. De hecho, China no tuvo empacho en desconocer un fallo de la Corte Internacional de Justicia en 2016 a favor de Las Filipinas, y en la actualidad son frecuentes las agresiones de barcos chinos de la Armada, Guardia Costera y privados contras naves filipinas; estos incidentes aún no llegan a las balas, pero sí son cada vez más violentos.
En otro ámbito, la ayuda de China a Rusia, si bien no en material bélico propiamente (hasta donde se sabe), ha sido fundamental para sostener el esfuerzo de guerra de la parte agresora. En esto China está del lado de Irán y Corea del Norte -que sí proporcionan armas a Moscú-, dos socios que difícilmente contribuyen a la credibilidad y legitimidad de Beijing como actor confiable en el sistema internacional.
No se trata de que otras potencias sí mantengan a rajatabla la coherencia entre la prédica y la práctica cuando se trata de apoyar la paz. EE.UU., sin ir más lejos, no pasa ese test de la blancura, como tampoco muchos otros países. Pero China se presenta a sí misma como ejemplo de un nuevo estándar en esta materia, pese a que rara vez lo demuestra, y mucho menos se le exige.
Al respecto, vale la pena recordar un ilustrativo momento de franqueza en 2010 del entonces ministro de Exteriores chino, Yang Jiechi, ante los representantes de ASEAN reunidos en Hanoi. Respondiendo a las inquietudes sobre la contradicción entre el discurso bienintencionado de Beijing y su conducta, el ministro dijo sin rodeos que “China es un país grande y otros países son pequeños, y eso es simplemente un hecho”.
Si esa lógica del más fuerte es la que va a inspirar el nuevo orden mundial que busca impulsar China en remplazo del que hoy lideran EE.UU. y las demás potencias occidentales, los países medianos y pequeños que están estrechando lazos con Beijing -incluyendo en defensa, como al parecer pretende hacer Chile bajo el actual gobierno- harían bien en darse por enterados.