Credos colectivistas y post-democracia

Columna
El Líbero, 18.09.2023
Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)

Hace ya algunos años, un concepto nuevo intentó abarcar las características que empezaban a ser visibles en las democracias occidentales; post-democracia. Lo propuso un politólogo británico, llamado Colin Crouch, y lo plasmó en muchas obras, (Posdemocracia, Taurus, y otras no traducidas al castellano). Crouch sostiene que su inspiración fue el filósofo francés, Jacques Rancière, quien intuyó tempranamente un posible vaciamiento del concepto democracia. Crouch lo consideró conveniente para designar la decadencia de la democracia occidental, visible desde los años 90. En las antípodas del optimismo de Fukuyama, sostuvo que la democracia, al perder a su enemigo soviético, llegaría a vivir una crisis epocal. Sobrevendría un inevitable despojo del demos.

La democracia comenzaría a fragmentarse de manera persistente. Se multiplicarían intereses demasiado distintos, así como objetivos excesivamente dispersos. Entre los rasgos de la post-democracia, definió consecuencias disociadoras, derivadas de la intromisión de la iniciativa privada y del mercado, la irrupción de identidades movilizadoras enteramente nuevas (más bien de índole temática específica, como los nacionalismos, la anti-migración, el ecologismo y muchos otros). Paralelo a la globalización, surgirían torrentes de mini-polis por todo el planeta. Estos rasgos serían portadores de otro tipo de vitalidades.

Numerosos autores se empezaron a ocupar intensamente del tema. Levitsky, Diamond, Selk, Jörke y muchos otros. Con algo de angustia estos se preguntan, ¿cuán resiliente es la democracia? ¿Cuán crespusculares son sus trazos liberales? ¿Resistirán los embates de la digitalización? No parece haber respuestas satisfactorias.

Sin embargo, hay consenso generalizado en orden a que la post-democracia se conjuga en plural y que la praxis supera los enfoques tradicionales. Cada zona del mundo tiene sus especificidades. En Europa, por ejemplo, hay dificultades evidentes para encasillar a Berlusconi, a Meloni, a Orban y a la mayoría de los dirigentes de Europa central y oriental. ¿Qué es la AfD en Alemania? Muchos prefieren el camino fácil y descalificatorio. Todos esos serían una simple manga de ultraderechistas.

En América Latina también se observan procesos nuevos, aunque de naturaleza distinta a la europea. Acá asistimos a la gestación de democracias populistas. Todas emanadas del Foro de Sao Paulo. En los credos colectivistas se ha ido incubando la idea de mantener las formas democráticas, vaciándolas de contenidos liberales o sencillamente pervirtiéndolos.

Por ejemplo, han aparecido costumbres y usos extraños, como la fórmula escogida por AMLO en México para elegir a su sucesor. Como se sabe, optó por realizar una encuesta con mínima transparencia en sus aspectos metodológicos. Quiso volver a inventar el hilo negro o pervertir el método de las primarias.

Y es que -como también se sabe- la política mexicana adoptó desde la época de la revolución un curioso mecanismo, pero muy efectivo, de sucesión presidencial. El famoso dedazo. La denominación sugiere un simple capricho del presidente saliente para nombrar a su mejor amigo, compinche o simple delfín. Pero no. Se trataba de un cuidadoso y complejo proceso de auscultación, previo al dedazo. Por esa vía, el Mandatario saliente se aseguraba la opinión de las llamadas fuerzas vivas. Es decir, de las élites movilizadoras de la nación. Este complejo ejercicio permitió desactivar peligros para el régimen. Vargas Llosa lo consideró parte esencial de esa gran genialidad política mexicana que fue el PRI de antaño.

Con Salinas de Gortari este mecanismo cayó en descrédito. Demostró que el régimen priísta se acercaba a su colapso. Por eso, el antiguo miembro de ese partido, López Obrador creó uno nuevo con el sugerente nombre Movimiento de Regeneración Nacional, MORENA, y quiso innovar justamente en esta delicada materia. Dijo querer hacerlo más democrático. Hacer participar a las masas.

Su método, si bien incluyó a todos aspirantes (a quienes dio el curioso nombre de “corcholatas”, un destapado para ocupar un cargo), sólo tenía como propósito justificar la elección de su favorita, Claudia Sheinbaum. No hizo primarias convencionales ni retornó al dedazo con auscultación.

Crouch reconocería que el mecanismo de AMLO tiene ligeras formas democráticas (resultado que emana de la base partidaria), pero es tan discrecional, que no cumple con normas elementales de transparencia. AMLO canceló por esta vía una institución liberal-democrática, vastamente reconocida, como es una primaria.

En tanto, otro aporte macizo de América Latina a la post-democracia son los outsiders.

En esto pareciera haber algo atávico. Reminiscencias caudillescas. Casi no hay país de la región exento de estas figuras providenciales que con facilidad pasmosa se instalan como candidatos presidenciales. Son personajes desconectados de las estructuras democráticas existentes (aunque éstas sean sólo formales o de simple fachada), o crean otras ad hoc. Tienen en común estentóreos discursos populistas, con toques progresistas. Todos llaman a grandes utopías colectivistas, superadoras de injusticias ancestrales.

Uno de los ejemplos más notables apareció en Perú el año pasado, al triunfar en las presidenciales un pintoresco “ensombrerado”, ofreciendo una perspectiva socialista de tipo rural. Toda una novedad. Sin embargo, se agazapó en un discurso político excesivamente tosco. Las zonas urbanas vieron con espanto su llegada a votar cabalgando en un caballo. Luego, dio una señal de cercanía con “las masas populares”, designando en cargos importantes a gente heredera de Sendero Luminoso, el movimiento terrorista inspirado en el viejo maoísmo de la década del 50 que sembró de sangre y violencia el Perú de los años 80. El outsider venido de la sierra cometió un error tras otro. Su intento de autogolpe selló su suerte. Afortunadamente, la escasa institucionalidad alcanzó a reaccionar. Hoy está preso, aguardando un proceso judicial.

En el propio Chile se han registrado varios casos inauditos, muy ilustrativos de post-democracia. Todos muy poco congruentes con una trayectoria nacional -institucional y política-, más parecida a Europa que a sus vecinos. Uno de ellos corresponde a un aspirante eterno, que ha hecho de sus candidaturas una especie de pyme y convirtiendo su sueño presidencial en un verdadero oficio; style of life. El otro caso, es la aparición en los últimos comicios de un candidato de perfil desopilante. Presentó un programa destinado a introducir en Chile el modelo comunista norcoreano.

En Argentina y Ecuador, en tanto, hay fenómenos igualmente delirantes. Cristina Fernández y Rafael Correa han estado designando candidatos presidenciales ad libitum, tras constatar la imposibilidad de seguir reeligiéndose. No está de más recordar que ellos mismos también fueron, en su momento, outsiders del mundo progresista. Una, la esposa de un caudillo provincial. El otro, un iluminado profesor universitario que aprovechó el vacío de estructuras partidarias y llamó a una “revolución ciudadana”.

El realismo mágico boliviano también obsequiará en breve capítulos fascinantes de post-democracia. Allí, dos exoutsiders, que hasta hace poco se alababan como hermanos, se encuentran enfrentados a muerte. Se dicen progresistas y pro-indígenas, pero demuestran que el altiplano boliviano no es ajeno a esa singular observación del padre de la bomba atómica estadounidense, R. Oppenheimer, two scorpions in a bottle are unbearable. Es decir, la capacidad de destruir al enemigo pasa por el propio suicidio.

Por de pronto, a uno de ellos, el expresidente, quien aspira volver al gobierno, ya le llegó un sillazo en la cabeza durante un encuentro de adherentes.

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