De Finlandia a Bolivia

Columna
El Líbero, 14.02.2022
Iván Witker, PhD (U. Carlos IV-Praga), investigador (ANEPE) y académico (U. Central)

¿Qué puede llevar a un sector político a dejar de lado un modelo de desarrollo que, con todas sus luces y sombras, se inscribe en la lógica de los resultados de la revolución científica y la Ilustración, para pasar a venerar uno claramente preindustrial?

El poeta chileno Gonzalo Rojas escribió que la vida se asemeja a un relámpago. Fue una manera de jugar con las ideas de fugacidad, transitoriedad y su impacto en el individuo. No sabemos si el vate de la llamada Generación del 38 veía relámpagos impactando también en la política. En ese ámbito, muchas personas e ideas emergen de manera igualmente relampagueante, y luego desaparecen sin dejar rastros.

Efectos similares son observables en los modelos políticos. En esas utopías y pasiones movilizadoras -en el pathos– con que partidos y dirigentes construyen simbólicamente una imagen ante sus bases y la opinión pública. Tener modelos quiméricos fue muy notorio durante la Guerra Fría y especialmente entre los partidos de izquierda. Por ese entonces, estos deshojaban margaritas explicando qué modelo imitarían si llegaban al poder. Unos tenían en la cabeza el modelo soviético, otros el maoísta o el yugoslavo, incluso algunos apostaban al albanés. Nuestras dos últimas elecciones presidenciales mostraron a un desopilante y ya desvencijado candidato manifestando su admiración por el comunismo norcoreano.

Fue esta misma idea de mostrar posibles utopías la que llevó a los demócratas cristianos a disputarse con otros partidos quién representaba mejor a la Alemania de Kohl y de Merkel. Los socialdemócratas, en tanto, también hicieron lo suyo con el estado de bienestar.

Siguiendo esta línea, aunque quizás algo borroso, se divisa en la administración Lagos aquel momento en que apareció en el horizonte local la saludable idea de tomar a Finlandia como modelo de desarrollo. Fue una señal que la sensatez estaba poblando efectivamente casi todos los estamentos de la elite política local. La idea de Finlandia como modelo prendió como chispa en pasto seco y permaneció hasta hace muy poco en el imaginario de la mayoría. Se mantuvo con entusiasmo desbordante y muchos se maravillaban soñando a una mujer tipo Sanna Marin habitando en La Moneda. Parecía sencillamente celestial.

Aún más. Proliferaron otras propuestas similares. Quienes veían a la nórdica Finlandia algo fría y lejana, fijaron sus ojos en Nueva Zelandia y en Jacinta Ardern.

Pero el destino ha querido otra cosa. De improviso, Finlandia se esfumó y, como buen relámpago, dejó de iluminar a Chile. En su lugar apareció otro modelo por los cielos del país y muy revelador de los desvaríos y espasmos que sufre. El modelo pasó a ser Bolivia. Sí, esa misma que ha engendrado a Melgarejo, Ballivian, Luis Meza y Evo Morales.

La verdad es que algo muy profundo tiene que estar ocurriendo en la sociedad chilena para que propuestas tan extraviadas, como esa, se hayan instalado en el debate nacional.

Sin embargo, no debiera sorprender. Mutatis mutandis, la elite chavista, esa misma que tomó el control de la próspera Venezuela en los 90, adoptó el modelo de Fidel Castro, pese a que la isla por ese entonces ya no era más que un simple montón de escombros del mundo soviético. Ningún parámetro castrista podía representar algo de interés para la Venezuela de aquellos años. Pero ocurrió y se mantiene. La Venezuela de hoy asemeja una colonia cuya metrópoli es La Habana.

Conviene explorar entonces la siguiente duda. ¿Qué puede llevar a un sector político a dejar de lado un modelo de desarrollo que, con todas sus luces y sombras, se inscribe en la lógica de los resultados de la revolución científica y la Ilustración, para pasar a venerar uno claramente preindustrial?

La respuesta es compleja, aunque atisbos se pueden encontrar en un tipo ideologizado de narrativa indigenista, denominado plurinacionalidad, que se ha apoderado de una buena parte de las izquierdas latinoamericanas. A sociedades arcaicas, ni siquiera del todo sedentarias, se le ha empezado a adjudicar un peso similar al otorgado a la clase obrera por Marx y Lenin. Por eso, no resulta estrambótica ni excéntrica la idea de trasladar la utopía hacia Bolivia. Es el modelo más excelso del paradigma de la plurinacionalidad. Y, obvio, Finlandia y Nueva Zelandia no responden a eso, sino a un paradigma liberal.

En la expansión del nuevo modelo plurinacional convergen ignorancia y pensamiento mágico. Por eso, Ned Ludd, el líder de los ludditas, esas turbas que destruían las fábricas a inicios del siglo 20 acusándolas de provocar desempleo masivo, creía literalmente que las máquinas de vapor eran movidas por el demonio.

Con el nuevo modelo de la plurinacionalidad pasa algo análogo y, por eso, resulta imposible explicarla desde la razón de la economía. La plurinacionalidad no versa sobre números ni se apoya en evidencias científicas. Responde a posturas políticas primitivistas e inexpugnables. Muy lejos de los seis instrumentos que caracterizan a la moderna economía occidental (competencia, ciencia, imperio de la ley, medicina, sociedad de consumo y ética del trabajo) y que Ferguson llama killer apps.

Por otro lado, y he ahí el peligro de la plurinacionalidad, ésta repite el esquema marxiano de eliminar las fronteras nacionales. “Proletarios del mundo uníos”, versaba el slogan movilizador de antaño. Ahora son las presuntas comunidades y territorios ancestrales las determinantes. E igual que su predecesora, la novedosa construcción simbólica es profundamente beligerante, pues busca fragmentar los países sobre bases raciales. Algo que no se concebía en el plano internacional desde la Sudáfrica pre-Mandela o la Rhodesia de Ian Smith.

Por eso, uno de los focos a atender en los próximos años es la evolución de Runasur, esa entelequia aún difusa en favor de la plurinacionalidad, que, claramente, es algo más que el cuarto de los juguetes de Evo Morales. Dado el trasfondo hostil hacia los estados nacionales, reverenciar el experimento evista a escala continental no es un asunto inocuo.

Por lo tanto, la instalación de Bolivia en el imaginario nacional intersecta con una estrategia política muy nítida. Para ello escogieron como portavoz de la propuesta a alguien claramente analfabeto funcional, quien, con un dejo de candidez, refirió que Bolivia ya era una potencia automovilística verde y que todo se debía a que los recursos estaban “en manos del pueblo”. El propósito era tantear el terreno, tal cual se ha venido haciendo con otras propuestas, igual de peligrosas para la convivencia democrática y la integridad del país. La portavoz evitó mensurar y explicar los niveles de pobreza generados por la nacionalización de 1952. Ese año ocurrió una revolución minera y el país-modelo que se sugiere entró en un círculo vicioso de nacionalizaciones, privatizaciones y renacionalizaciones.

En síntesis, detrás del fin del relámpago finlandés está la negativa a aceptar ese gran axioma del mundo moderno: generar riqueza es la única forma de reducir la pobreza.

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