Columna Realidad & Perspectivas, N*126 (junio 2024) Fernando Schmidt Ariztía, exembajador de Chile en Brasil
Carlos Rangel, periodista e intelectual venezolano expresó en su ensayo, “Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario”, que “nosotros los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero, al mismo tiempo, no conseguimos ponernos de acuerdo sobre qué somos ni sobre lo que queremos ser”.
La observación formulada en 1976 sigue vigente. Nos reconocemos como algo diferente que hablade la latencia de un sentimiento común que no podemos definir claramente. Las teorías sobre quienes somos sobran, pero nuestra invertebración sigue allí, esperando una epopeya.
El pasado hispano, su cultura, su lengua, su sistema administrativo, el catolicismo y su cosmovisión son elementos comunes y una marca indeleble en todos. Las tradiciones prehispánicas, tan disímiles entre sí, nos dejaron una manera de sentir frente al otro. No obstante, Octavio Paz apunta en “El laberinto de la soledad” que “el mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega”. Situaciones análogas nos son comunes.
Cuando nacimos a la vida independiente tuvimos la posibilidad de forjar una entidad política y económica. Estábamos imbuidos de un espíritu épico, triunfante y ciego, pero la visión bolivariana contrastó con el dominio local del poder en cada unidad administrativa. Tanto así que Bolívar escribía en 1830 a Juan José Flores, primer presidente de Ecuador: “…yo he mandado veinte años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º) La América es ingobernable para nosotros. 2º) El que sirve una revolución ara en el mar.…”
Salvo en Brasil, donde las particularidades de la irrupción napoleónica en Portugal instalaron una monarquía a merced del poder naval inglés, los demás estábamos más o menos de acuerdo en que éramos distintos, pero no en “quienes” éramos ni en “para qué” debíamos estar juntos. Surgió una desconfianza de los “poderes fácticos” hacia los libertadores que los llevó al exilio, a la depresión, a liderar otras divisiones y, a veces, a perseguir reivindicaciones territoriales de un pasado indígena que a esas alturas era inexistente. Es decir, a poco de independientes quedamos sin proyecto colectivo. Nos desgajamos para crear una personalidad al alero de emperadores, dictadores, líderes o institucionalidades centradas en la “auctoritas”.
Sin embargo, el sueño de la integración seguía en el subconsciente frente a terceros y se manifestó, por ejemplo, al rechazar a la flota española en el Pacífico en 1865 y 1866, aquella de la “honra sin barcos antes que barcos sin honra”. Después, no pasamos de encendidos homenajes a nuestra americanidad.
Paralelamente, ante la falta de demarcaciones claras entre las divisiones de la antigua corona, fueron surgiendo conflictos limítrofes azuzados por el descubrimiento de riquezas; o la necesidad de habitar y conquistar un territorio inmenso; o por el lugar que cada uno aspiraba a tener en la geopolítica del momento. En muchos casos el enfrentamiento moldeó nuestro patriotismo y luego las nacionalidades.
En Brasil, entre otros, guerra y diplomacia generaron sus héroes nacionales. Los colonos que llegaron a la tierra prometida americana traduciendo la máxima de Alberdi de “gobernar es poblar, en el sentido que poblar es educar, mejorar, civilizar, enriquecer…”, introdujeron la industria, imprimieron dinamismo a muchas economías y fueron portadores de reivindicaciones políticas y sociales. Sus hijos recibieron una educación que afianzaba las particularidades de cada uno a partir del molde europeo. Así, los nuevos pobladores consolidaron nuestras personalidades adolescentes leyendo a Compte.
El panamericanismo de Bolívar de 1815 cuajó recién de la mano de los Estados Unidos en 1889, por necesidades propias de la potencia hemisférica en competencia con el mundo europeo. Así, su sede la fijamos en Washington, no en México, ni en Río o Buenos Aires. Hoy, ese panamericanismo se encuentra fracasado en lo político, y ha generado sucedáneos de matriz nacionalista, mítica, antinorteamericana que llevan a ninguna parte. Una entidad política no puede construirse teniendo como punto de partida el prefijo “anti”.
Carentes de ideas propias alimentamos un indigenismo imaginario. Lo condimentamos con filosofías importadas, rebeldía, populismos que dieron lugar a dictaduras adscritas a las potencias dominantes en la guerra fría. Atrapadas entre fuegos, nuestras democracias hicieron malabarismos retóricos para sostener terceras vías.
De las divisiones ideológicas de cuño externo, pasamos a dictaduras en casi todos lados, y luego a democracias liberales con el sello del “nunca más”. Sin embargo, ya estamos dando vuelta la página otra vez. Sorprendidos, asistimos al renacimiento de autocracias ante nuevos fracasos del Estado. Así, la integración a base de valores democráticos se hace cada vez más difícil. Además, quedamos sin voz ni ideas comunes frente al declive del hegemon y el surgimiento de países que lo desafían abiertamente. Divididos, optamos por el silencio.
A pesar de todo, tenemos la suerte que nuestros pasados conflictos no condicionan el futuro. Poseemos más similitudes que diferencias, lo que no ocurre entre ciudadanos del Algarve y de Oslo. Hablamos una misma lengua y afirmamos estar tan emparentados con el portugués que no lo estudiamos. Seguimos siendo un continente con enormes recursos humanos y físicos.
Pasado el cambio de época que vivimos y que hoy nos divide, se abrirá, estoy seguro, una nueva oportunidad para vertebrarnos. Será el tiempo de sincerar mitologías sobre nuestro fracaso; aceptar nuestra pertenencia a la tradición filosófica, política, jurídica occidental; convivir con regímenes distintos y, sobre todo, estructurar la “gran empresa” convocante desde lo particular: del intercambio estudiantil a la armonía curricular; de la libertad comercial a la integración productiva; de la investigación local a la creación de valor mundial. Debe realizarse a velocidades variables, construyendo confianzas como política de estado de muy largo aliento, sin sesgos anti sino pro. El mexicano Paz dice, en el libro citado, que “América no es tanto una tradición que continuar, como un futuro que realizar”.