Editorial OpinionGlobal, 17.02.2025
La llegada de Donald J. Trump a la Casa Blanca constituyó un verdadero “crash landing”. Ni los analistas más agudos esperaban tanta belicosidad en los anuncios, decisiones y acciones implementadas en los inicios de su segundo mandato: guerra comercial con China y aranceles a Canadá y México (proteccionismo), compra de Groenlandia y control del Canal de Panamá (imperialismo), retiro de la OMS (antimultilateralismo), ¿negociaciones con Maduro? (oportunismo), etc., etc. Incluso, la infinidad de órdenes ejecutivas ya firmadas podrían ser el preludio de una forma de gobernar fuera de la ley.
Sabíamos que la figura de este populista de extrema derecha norteamericano correspondía a la de un narcisista, bufonesco e histriónico. Sin embargo, ahora se le agrega un factor no despreciable que consiste en su gran poder interno (fruto de una amplia victoria electoral) y su creciente influencia externa (seguidores por todo el mundo). De allí que, Trump 2.0 se presente como más seguro de sí mismo y, por ende, más peligroso, porque pretende un cambio radical de ciertos aspectos estructurales del sistema internacional.
Valiéndose de una supuesta genialidad como “dealer” (vendedor, comerciante o negociador), se cree capaz de alcanzar acuerdos siempre ventajosos. Y, para ello, aplica la misma estrategia, una y otra vez: “golpear primero con gran fuerza” y, luego, seguir una pauta transaccional. Representa la típica imagen del matón, uno que abusa de la improvisación y del manejo de la incertidumbre, pues el ambiente de caos le sirve para descolocar a sus interlocutores y mantenerlos constantemente adivinando sus posibles opciones.
Más que un cambio en los intereses norteamericanos, lo que mueve realmente a Trump son los negocios y su ímpetu por ganarlo todo. Por ello, no busca tanto defender los grandes valores occidentales (democracias y autocracias, Occidente vs Oriente, libertad y derechos humanos), sino acrecentar el poderío económico de los EEUU a través de un hipermercantilismo que supedita los intereses políticos, de seguridad y militares del país.
En ese afán por radicalizar la política exterior norteamericana, sobre todo en relación con sus propios aliados tradicionales (relación transatlántica), podría llevarlo a que le salga el “tiro por la culata”: Los blufs podrán reportarle algunas concesiones en el corto plazo, pero a la larga va a ir creciendo la resistencia global y se crearan nuevas oportunidades para los rivales de EEUU. La política del garrote solo le puede aportar a Trump menos aliados, más adversarios y una menor influencia en el mundo. Y, no hay que olvidar que el poder nacional de los EEUU se basa en su amplia red de alianzas y aliados.
Ese es el contexto de factores personales que condicionan las políticas y estrategias de Trump ante los desafíos que se le presentan en la arena internacional. Así, en la competencia económica con China y la amenaza de Beijing sobre Taiwán, Trump deberá, por un lado, ver hasta dónde aplicar las herramientas de los aranceles para lograr un comercio bilateral más justo y, por el otro, cuidar bien a sus aliados, particularmente asiáticos, principal sostén para el poder de contención de China.
En el caso de la agresión de Rusia a Ucrania, el presidente norteamericano parece entusiasmado con un acuerdo rápido entre las superpotencias (China incluida). Aparentemente, Ucrania y Europa quedarían fuera de la negociación directa y ya ha adelantado que no apoyará el ingreso de Ucrania a la OTAN e insinuado que Kiev no podrá recuperar sus fronteras de 2014, con lo cual debilita -de entrada- la posición negociadora ucraniana. Es decir, Trump cree poder manejar a Putin y presionar a Zelenski, olvidando que el primero solo busca la disolución de Ucrania como estado independiente y que, el segundo, luchará hasta el final con o sin apoyo norteamericano. Tampoco consigue entender el vínculo estratégico entre las eventuales concesiones a Rusia y el precedente que ello significa para un eventual ataque chino a Taiwán.
Si el trumpismo está buscando alguna forma de “rapprochement” con Rusia y China, ¿qué efectos podría tener aquello con respecto a las potencias medianas desestabilizadoras del sistema internacional (Irán, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua y Venezuela)?. En los conflictos del Medio Oriente, por ejemplo, es evidente el apoyo irrestricto de Trump a la política beligerante de Netanyahu, llegando incluso a considerar el problema en la Franja de Gaza como un futuro proyecto inmobiliario (la “Riviera del Medio Oriente”). Está por verse todavía cuál será la postura de los EEUU frente a la decisión final que adopte Israel en contra de Irán y sus testaferros en la región. Con Kim Jong-Un, Trump ya intentó en el pasado un entendimiento bilateral que no llegó a buen puerto y, con las autocracias latinoamericanas, si bien el secretario de estado Marcos Rubio es un anticastrista y antichavista furibundo, la verdad es que su jefe en la Casa Blanca podría perfectamente llegar a un modus transaccional: expulsión de migrantes ilegales e inversiones en el sector petrolero venezolano.
En última instancia y, para un gobernante que lo único válido son los negocios, lo más popular para los norteamericanos sería una nueva era de paz en aislamiento. Pero la realidad es que la lucha por el poder mundial no perdona la falta de activismo internacional y exige que los actores mayores del sistema internacional busquen los equilibrios necesarios que permitan la mayor estabilidad posible en las relaciones internacionales. El aislamiento de EEUU sólo puede conducir a la decadencia definitiva de dicha superpotencia y a la consolidación del eje de las autocracias. Y, no sabemos aún, si Trump está preparado para esa eventualidad.