El testamento de Radomiro Tomic: el allendismo infausto

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La Tercera, 21.09.2016
Mauro Salazar J., sociólogo

La izquierda no puede vivir sin promesas ni fábulas. Necesita administrar la simbolicidad de los oprimidos, movilizar pasiones y cultivar todo tipo de rituales. El heroísmo consiste en meter la mano en la “rueda de la historia” para alterar el curso de los acontecimientos, con el riesgo de que esa misma “mano” termine  “guillotinada” cuando la pasión transformadora fracasa. Los sucesos nos transportan hasta 1970. Tras la  disputa electoral de la llamada “vía chilena al socialismo”, allá a fines de los años 60’, las predicciones del oráculo sugerían la necesidad de un genuino “realismo sin renuncia” –lejos de la parodia del actual oficialismo- ello implicaba dialogar con el centro progresista que representaba la posición de Radomiro Tomic quién, antes del desbande de los afectos revolucionarios, vaticinaba  con vehemencia la fatalidad de la “vía chilena” bajo el régimen de los tres tercios. El candidato presidencial de la DC (1969) reivindicaba un gobierno de abrumadoras mayorías nacionales para evitar el despeñadero político-institucional. El razonamiento de Tomic abrazaba un diseño que –décadas más tarde- puso las bases de la Concertación y tibiamente de la actual “Nueva Mayoría”. Pero las sugerencias del fundador de la Falange fueron desatendidas. En suma, a la izquierda no le quedaba más que apelar a una retórica heroica e incendiaria. Pese a ello, el propio Allende intuía de entrada la “difícil tarea” y susurraba que la coalición no poseía la madurez política para sostener una trama que debía equilibrar el “desenfreno de pasiones” -la algarabía y el delirio-  y un apego estratégico al marco constitucional. De un lado, la Cuba de los Castro ‘pesaba’ más que mil ríos de tinta en la región y era el horizonte de la insurrección latinoamericana. De otro, la Unidad Popular en su afán por conciliar institucionalidad y movilización social representó un horizonte de sentido, “necesario”, pero absolutamente inviable.

Esto puede ser retratado desde una visión trágica de la historia similar al teatro griego. Allende sabía de entrada la necesidad ineludible de trascender el camino sacrificial y evitar el acantilado. Pero a muy poco andar ya susurraba –como sí en su inconsciente estuviera Sófocles-  que la derrota era una «opción moral», una derrota posible, aunque fuera acribillado a balazos. En los primeros días de su gobierno sostenía con vehemencia que las fuerzas del establishment no aceptarían perder sus beneficios, no cesarían en aplicar obstáculos lícitos o mercenarios, así trataba de moderar la embriaguez que empapaba a los actores comprometidos con una teología de la liberación. El propio Salvador, el Presidente de mármol, deviene en un intérprete de las transformaciones en curso e intuyó los límites históricos de cualquier travesía utópica que desestimara el “inefable” peso de una democracia de partidos e instituciones. En resumidas cuentas, la Unidad Popular representó un callejón sin salida y por esa vía una lección moral (e histórica) respecto a la inviabilidad de las pasiones jacobinas que no pudo aplacar.

Y para muestra un botón. La Unidad Popular  intentaba superar a su manera el “modelo desarrollista” (1938-1970), perpetuando un tercio electoral infranqueable. De un lado, la izquierda venía a implementar cambios estructurales sobre la base de un diagnóstico compartido sobre las desigualdades imperantes en los años 70’. De otro, el imperativo de una ruptura con el predominio oligárquico estaba sellado en el programa de gobierno. Todo ello se trataba de encauzar por el institucionalismo del Partido Comunista, aparente “dueño de la cordura” por aquellos días, pese a que su Comisión Central suele soslayar la vocación aliancista de Tomic –el compromiso histórico- y abunda en impugnar desde un “autoritarismo ético” el rol de la Democracia Cristiana en los años 70’. La máxima de Tomic era parte de un diagnóstico: “la democracia acaba con el capitalismo con los votos o el capitalismo acaba con la democracia a tiros”.

Por fin, el proceso chileno se vio se ensombrecido por la ausencia de diálogo político con el sector más progresista de la DC, sin olvidar que tal diálogo era impracticable por la inevitable cubanización del Partido Socialista que tornaba inviable cualquier acercamiento al mundo de Tomic. La fracción de los “elenos” calificaba todo exploración centrista como una infidelidad a la épica emancipatoria. A ello se suman algunas vacilaciones del MAPU. De suyo, no podemos descontar el boicot inducido y la hostilidad de Nixon expresado en las acciones incidentes de la CIA –so pena del abuso excusatorio que la izquierda hace respecto al intervencionismo foráneo. Finalmente, se suma la complejidad de lidiar con los sectores más “fundamentalistas” de la Unidad Popular (el MIR y otros hijos no deseados); aquella cultura política no apegada a la vía institucional, de fuerte inspiración guevarista, que hacía de “aprendiz de bruja” por cuanto presionaban por una salida no institucional. Todos estos contrastes, cuyas huellas nos recuerdan la fatalidad de la historia, se expresaban en un sinnúmero de intricadas contradicciones, que conjuraban una catástrofe que hizo pedazos la vieja república.

Por aquellos días el destino aciago de los actores políticos consistía en la imposibilidad de alterar el curso de los acontecimientos y evitar el despeñadero. La frase premonitoria de Don Radomiro en 1969 fue certera y prescindía de todo oportunismo: “el desplome constitucional en Chile es inevitable si continuamos con gobiernos minoritarios”. Esta advertencia amerita -al menos- una glosa para Tomic.

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