La cruzada anticorrupción latinoamericana

Columna
El Tiempo, 29.07.2015
Jorge Castañeda, ex canciller de México y profesor de la U. de Nueva York
La corrupción ha asolado la región durante siglos, pero las sociedades ya no quieren ser cómplices.

Brasil está en la cruzada anticorrupción: protestó contra esta antes y después del mundial. Y sigue ahora con el escándalo Petrobras.

Aun cuando gran parte de Latinoamérica participa en celebraciones casi de hipérbole por los renovados vínculos diplomáticos entre Cuba y Estados Unidos, el continente enfrenta dos grandes desafíos. El primero –la caída del crecimiento económico a menos del 1 por ciento en promedio en toda la región– ya se ha discutido vastamente; la explicación predominante es que la reducción del crecimiento económico chino ha sofocado los precios de las materias primas y, con ellos, los ingresos latinoamericanos por exportaciones. Pero es el segundo –el resurgimiento de la corrupción– el desafío que está resultando más interesante.

Latinoamérica se ha visto asolada por la corrupción durante siglos, desde que surgió de lo que el poeta mexicano Octavio Paz llamó naturaleza “patrimonialista” del reinado colonial español y portugués. Lo que ha cambiado en la actualidad es la respuesta a ella: las sociedades e instituciones se rehúsan a ser cómplices en la corrupción o a resignarse a su inevitabilidad.

Esta actitud queda ejemplificada en la proliferación de juicios, investigaciones, demostraciones, condenas y renuncias relacionadas con la corrupción; especialmente en Brasil y Venezuela y, en menor medida, en México y Guatemala. En esos cuatro países han estallado grandes escándalos en los cuales funcionarios del gobierno de alto nivel y líderes empresariales han sido denunciados por los medios, el sistema judicial, los gobiernos extranjeros o la oposición local.

Si bien ninguno de los gobiernos implicados en los escándalos colapsará –al menos, no exclusivamente por la corrupción– la magnitud de la protesta social y política –ni que hablar de las acciones legales– es asombrosa.
La historia más escandalosa se ha desarrollado en Brasil. A fines del año pasado, cuando el descontento ya se había extendido y las protestas contra los excesos y abusos en las preparaciones para la Copa del Mundo habían estallado en 2013, apareció el escándalo del petrolâo.

Se reveló que enormes sumas de dinero habían sido transferidas directamente, o a través de gigantescas empresas constructoras, desde la empresa petrolera brasileña Petrobras al Partido de los Trabajadores de la presidenta Dilma Rousseff.

Denunciantes internos y testigos protegidos proporcionaron detalles de los arreglos a los jueces brasileños, que persiguieron a los funcionarios de Petrobras, a políticos y a los directores ejecutivos de las corporaciones investigadas. Tanto Rousseff como su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, han sido acusados de cohecho y tráfico de influencias. Aunque Rousseff se las ingenió para continuar en el poder en la elección de diciembre –que ganó por un pequeño margen– no puede negarse que la crisis política ha envuelto al Brasil, sumergiéndolo en una profunda recesión.

En Venezuela, las acusaciones filtradas por el gobierno estadounidense sugieren que muchos de los líderes del país –entre ellos, Diosdado Cabello, líder del Congreso y mano derecha del presidente Nicolás Maduro– no solo se enriquecieron, sino que lo hicieron en parte a través de vínculos con los carteles de droga colombianos. Con el brusco deterioro de la economía venezolana y la proliferación de la violencia y las violaciones de los derechos humanos, Maduro se ha visto obligado a llamar a elecciones para diciembre. Las encuestas indican que, a pesar de un sistema electoral amañado, su partido sufrirá graves reveses. Incluso, puede perder su mayoría en el Congreso.

La situación en Guatemala no es tan dramática en términos económicos, pero hay una enorme presión sobre el presidente Otto Pérez Molina para que renuncie mientras las acusaciones de corrupción alimentan masivas demostraciones callejeras. De hecho, aunque Pérez Molina sobrevivió a una acusación por mal desempeño de sus funciones en junio, es posible que no llegue a completar su mandato, que finaliza el año próximo; se ha visto obligado a aceptar la renuncia de su vicepresidenta, Roxana Baldetti, y de varios ministros de su gabinete.

La situación mexicana es más compleja. El país cuenta con una vasta y antigua reputación de corrupción. Pero desde fines de la década de 1990 –y especialmente después del 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado durante 70 años, fue barrido del poder– México logró avances significativos para combatir esas prácticas, al menos en el nivel federal.

Si bien hubo quienes temieron que, con su regreso al poder en el 2012, el PRI reinstalaría sus antiguos métodos corruptos, otros creyeron que el presidente Enrique Peña Nieto era diferente. Y, de alguna manera, los optimistas estaban en lo cierto; durante los últimos tres años Peña Nieto ha emprendido importantes reformas innovadoras. Pero en términos de corrupción, resultaron estar muy equivocados; algo que se hizo evidente el año pasado cuando los medios locales e internacionales descubrieron actividades corruptas a montones: desde el otorgamiento de contratos a amigos hasta la compra de viviendas a esos mismos amigos, a precios inferiores a los de mercado.

Luego de las revelaciones, la popularidad de Peña Nieto se desplomó. Aunque su partido se las arregló para mantener la mayoría en la cámara baja del Congreso, solo recibió el 29 por ciento de los votos, su menor participación en la historia. Los llamados a la renuncia del presidente han zozobrado, pero la conclusión casi unánime es que este es el gobierno mexicano más corrupto desde fines de la década de 1980.

Muchos otros países latinoamericanos se encuentran en situaciones similares. En Chile, Michelle Bachelet enfrenta la crisis política más importante de su presidencia y, quizás, desde el regreso de la democracia en 1989. Comenzó con acusaciones de tráfico de influencias contra el hijo y la nuera de Bachelet, y continuó con la aparición de otros escándalos que probablemente involucren a ministros del gabinete y a otros asesores. Bachelet intentó mostrar a los votantes que se tomaba en serio la cuestión y exigió la renuncia de todo el gobierno (aunque varios asesores clave fueron nombrados nuevamente o asignados a otros puestos). De cualquier manera, su popularidad ha caído a niveles notablemente bajos.

Con el recalentamiento de la campaña presidencial en Argentina, se presentarán cargos –con o sin fundamento– contra la presidenta saliente Cristina Fernández de Kirchner, cuyo patrimonio neto aumentó vertiginosamente durante los 13 años en los que ella y su ya fallecido marido dirigieron el país.

De manera similar, la propuesta del presidente nicaragüense, Daniel Ortega, para construir un canal interoceánico en su país (con un oscuro empresario chino, quien supuestamente cubrirá los enormes costos que podrían estar entre los 55.000 millones y los 100.000 millones de dólares) es considerada en gran medida –aunque sin pruebas– como un ardid para generar dinero para su familia.

Claramente, los inmensos progresos latinoamericanos para consolidar la democracia durante los últimos 30 años han logrado poco para erradicar uno de los flagelos de más larga data. Pero ahora hay una nueva fuente de esperanza: sus pujantes clases medias, el producto de 15 años de impresionante progreso económico y social. Estas nuevas clases medias están exigiendo un mejor gobierno... y no descansarán hasta obtenerlo.

No hay comentarios

Agregar comentario