Llamémosla diplomacia

Columna
El Líbero, 08.02.2022
Joaquín Fermandois, historiador y columnista

Nos complican dos actos de diplomacia reciente. Uno de ellos fue el bullado caso del embajador Rafael Bielsa, que con entusiasmo rompió lanzas contra la candidatura de José Antonio Kast y continuó polemizando en política interna chilena, más allá de que intervenga legítimamente en defensa de posiciones internacionales de su gobierno, o que mantenga vínculos con todas las fuerzas políticas y sociales del país anfitrión. Esto último, en un contexto de democracia —porque en Cuba eso no se puede ni creo se quiera realizar—, en general es una misión de los diplomáticos.

Conozco al embajador y he conversado con él, así como reconozco su recia formación política e intelectual. Por decisión del gobierno chileno y de grupos transversales, en una suerte de política de Estado, he participado por una década en una corriente de apoyo a la demanda argentina por la recuperación de las Malvinas. Ello, sobre todo, por la importancia descomunal que para Chile tienen las relaciones con nuestros vecinos trasandinos, más allá incluso de la simpatía y admiración por su cultura y sociedad, elementos notables en la región. El embajador Ginés González, organizador de esta política hace una década, no se arrugaba porque algunos de nosotros criticáramos públicamente la fórmula política de los Kirchner. Como se trata de política exterior, un terreno donde abundan las inevitables contradicciones, también queremos cuidar los vínculos con el Reino Unido, una antigua amistad, así como nos equilibramos entre nuestra identificación occidental —para la mayoría de los chilenos hasta el momento—, lo que implica amistad con Washington, y el entrelazamiento económico con China, amén que admiramos su salto al desarrollo.

Entendiendo que los usos diplomáticos han tenido una transformación desde 1945, no existe ni puede existir una transmutación indefinida. Imaginemos por un instante una costumbre universal en la cual los embajadores pasan a ser parte del debate público. Perderían toda utilidad como interlocutores de los gobiernos. A veces las grandes potencias les dan instrucciones a sus embajadores para que pongan pelos en la sopa del debate, como fue el caso de Harry Barnes por parte del Departamento de Estado a mediados de los 1980; o, más recientemente, del embajador Xu Bu, si bien su sucesor ha sido más discreto. Los respectivos responsables del gobierno de Chile han tenido sus preferencias en la política argentina, pero se han guardado de expresarlas y así debe ser.

Más desapercibido al menos para el gran público fue el saludo personal del canciller mexicano Marcelo Ebrard al presidente electo, Gabriel Boric. Ignoro si, a pesar de sus declaraciones, se comunicó o saludó discretamente a alguna autoridad del Gobierno, como correspondía. Pero en su expresión pública puso el acento en que no lo había hecho porque era una visita privada.

A otro perro con ese hueso. Fue un desaire calculado, en nombre de la Doctrina Estrada, que proclama la no intervención tan repetida por López Obrador, bastante desvaída a estas alturas, cuando no pura y dura hipocresía. ¿Harían lo mismo en Cuba, Venezuela, Nicaragua? Show a destajo y un abanderizarse con fórmulas políticas que en el mejor de los casos representan apenas una de las dos almas de América Latina; también, una forma de ejercer imitación de hegemonía. Estos llamados estentóreos a una política “latinoamericana” no son muy exitosos en ocultar que representan el impulso de caudillos, caudillejos y caudillitos para atraer agua a su molino. Dentro de la llamada hermandad latinoamericana (o “indoamericana”), aspiran a tenernos de comparsa. Así estamos donde estamos.

No hay comentarios

Agregar comentario