Miedo, polarización y populismo en América Latina

Columna
El Nacional, 01.05.2022
Miguel Henrique Otero, director

Sostiene el estudio de Latinobarómetro correspondiente a 2021 que, en promedio, casi la mitad de los latinoamericanos (48%) “no suele expresar sus opiniones sobre los problemas del país”. El cuadro va de Chile (19%), donde hay menos miedo, a Nicaragua (67%), donde el miedo es más extendido. Este dato, más allá de las especificidades de cada uno de los países, y de las diferencias estadísticas entre uno y otro, es revelador: pone de bulto el estado de indefensión en que vive una parte muy grande de la población del continente: temen a la desmesura de los poderes, a sus reacciones y posibles represalias. Imponen, especialmente las dictaduras y los regímenes autoritarios, con su tradición de desmanes, formas de censura y autocensura.

Vivir con miedo a expresar una opinión sobre el estado de los asuntos públicos habla de los vínculos entre los ciudadanos y las instituciones. Y la conclusión que surge de ese síntoma y de otros ―que comentaré a continuación― es que estamos pasando por un período en el que la confianza en las instituciones se ha debilitado o se ha roto.

Entre las expectativas de las personas y las capacidades reales de las instituciones hay aspectos fundamentales que no encajan, que no encuentran una manera adecuada de convivir. Por una parte, en los ciudadanos están presentes, de forma subyacente o manifiesta, deseos que sobrepasan la disposición y el diseño de las organizaciones del Estado. Hay una demanda sostenida y creciente de acceso a los bienes de la sociedad. De parte de las instituciones, es cada vez más evidente que estas transcurren demasiado concentradas en sí mismas ―en su propia funcionalidad y esfuerzos de sobrevivencia―, lo que las pone de espaldas a las demandas inmediatas de la sociedad.

El estatuto de fractura o rompimiento de la confianza ciudadana hacia las entidades que conforman el modelo democrático tiene un flanco todavía más preocupante: el rechazo, la descalificación, los prejuicios, el constante machacar y hasta las falsas acusaciones con que una parte muy ancha de la sociedad, a menudo la mayoría, castiga a sus dirigentes, no solo los políticos, también a las autoridades (incluso a las que esa misma mayoría ha votado para cargos de elección popular), a quienes detentan cargos públicos y, en general, a cualquier dirigente de la sociedad que tenga responsabilidades de carácter público. En toda América Latina es cada vez más extendida esta realidad, que es política, social y comunicacional: que el ciudadano común observe a sus dirigentes bajo el prisma de la sospecha, con criterios de recurrente negatividad.

Esta brecha entre sociedad y dirigencia, entre mayoría y minoría, es portadora de un peligro no siempre visible a primera vista: adquiere las formas de la polarización. Ya no se trata solo de la confrontación binaria entre izquierda y derecha, del partido A contra el partido B, o de políticas liberales en disputa con políticas conservadoras. Se trata de una especie de guerra de los distintos sectores de la sociedad hacia sus élites. Lo que está ocurriendo es que las élites, a pesar de los méritos que puedan tener algunas de ellas, o de sus posibles buenas intenciones, e incluso, de sus acciones razonadas y bien ejecutadas, ya no disfrutan del favor, del respeto de la opinión pública. Hay una insatisfacción instalada en la sociedad que no parece saciarse con facilidad.

A lo largo de las últimas décadas, con particular intensidad a partir de los años noventa, la expansión e impunidad con que se ha practicado la corrupción; el nepotismo abierto y recurrente; las luchas intestinas en los partidos políticos, exhibidas con descaro en la arena pública; la acción erosiva de la antipolítica, por lo general, con resultados semejantes a los de una tierra arrasada; la inescrupulosa intromisión de la industria del entretenimiento en la intimidad de personas de todos los ámbitos; la tendencia de los partidos políticos y de las instituciones a enfrascarse en sus propios asuntos y a poner en segundo plano las demandas de la sociedad, estas y otras muchas variables han contribuido a reposicionar a dos figuras, el político y el funcionario, como sujetos casi indeseables o claramente indeseables para amplias capas de la población.

Cuando se establece un ambiente de descrédito del liderazgo y de las instituciones democráticas (y en ello también incluyo el diálogo, el respeto a la disidencia, la búsqueda de consensos, el apego irrestricto a la legalidad, la clara separación de los poderes públicos, y otros), el riesgo del populismo y de las soluciones autoritarias, del signo que sea, se torna inminente. Los ejemplos recientes sobran, desde México hasta la Argentina, de El Salvador a Perú. La brecha, cada día más amplia, entre personas e instituciones, entre comunidades y poderes, entre ciudadanos y clase política, distanciados por la desconfianza y la incomprensión, está vaciando unos espacios de lo público ―vaciándolos de sentido democrático―, que el sentido oportunista del populismo no desaprovecha. Si la desconfianza, fuerza que rige la desconexión entre personas y democracia, continúa su avanzada, el populismo continuará creciendo en nuestro continente.

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