¿Qué celebrar hoy?

Columna
El Mercurio, 18.10.2022
Cristián Warnken, intelectual y columnista

“Papá, ¿qué se celebra el 18 de octubre?”. Agradezco tu pregunta, hijo, y que conversemos de política en la mesa. Te contesto: nada que celebrar hoy. Reflexionar, sí; analizar las causas del así llamado “estallido”, tratar de entender cuáles fueron las capas tectónicas más profundas que subyacen a ese terremoto político y social y anímico que desestabilizó a Chile.

En esos días de octubre, lo reflexivo se puso entre paréntesis: predominó lo irracional, la ira, la vociferación y el rencor. La razón —como avergonzada de sí misma— se retiró y cuando la razón se retira, hijo, solo queda la fuerza.

Nuestro escudo nacional dice “Por la razón o la fuerza”. Ese día de octubre, fuerzas destructivas se desataron sobre nuestras ciudades y encontraron a intelectuales y políticos dispuestos a darles sustento teórico y justificación; las fuerzas del orden (las que deben ejercer violencia legítima del Estado para defenderse) comenzaron a ser progresivamente cuestionadas y minadas, y Chile entró en una espiral destructiva y autodestructiva de la que no estoy seguro hayamos salido todavía.

Somos un país, desde entonces, enfermo de anomia. ¿Qué es “anomia”?: un estado de desorganización social, la desaparición de las normas sociales mínimas. Tú mismo lo has visto —y me lo has comentado— en la pérdida de respeto de los alumnos a los profesores, en los que saltan los torniquetes y evaden pagar el transporte público, en los que atacan a palos a los carabineros o tiran piedras a un regimiento. En colegios públicos otrora de excelencia convertidos en fábricas de bombas molotov, en uniformes escolares reemplazados por “overoles blancos”.

Se habló alguna vez de la “pasión por el orden” de Chile: hoy habría que hablar de Chile, país anómico (Carlos Peña ha escrito páginas lúcidas sobre esto). Pero más grave que la destrucción inmisericorde de nuestros espacios públicos, la quema del Metro y la violencia nihilista de ese 18 de octubre fue la devastación moral e intelectual de una parte no menor de nuestra élite que guardó ominoso silencio o miró con algo de complacencia en algunos casos, e incluso de euforia, en otros, el incendio del país. Sí, no solo se desfondó el orden público: se desfondó también el orden intelectual, moral y espiritual.

Así parten las catástrofes de los países: cuando “los mejores carecen de toda convicción / y los peores están llenos de apasionada intensidad” —como dijo el poeta W.B. Yeats—. Así se desintegra ese “mundo de ayer” (para usar el título de las memorias de Stefan Zweig, gran testigo de la destrucción de la cultura centroeuropea), ese mundo de creencias en certezas mínimas compartidas como el respeto al Estado de Derecho, el respeto a la autoridad, el apego a la democracia, certezas que pensamos ingenuamente compartían todos.

Por eso, escribí una columna la misma semana del 18 de octubre de 2019 en este diario, que titulé “Decepciones”. Decepción de nuestra centroizquierda que calló ante la violencia y decepción de la nueva generación que venía, se supone, a revitalizar nuestra democracia y no a debilitarla.

¿Cuál fue esa embriaguez que se apoderó de tantos, qué delirio emergió del fondo de nuestro inconsciente que nos hizo perder nuestro centro, qué nos extravió? Todo eso hay que pensarlo y estudiarlo a fondo. Porque habrá que hacerle frente probablemente de nuevo.

Hoy se ha puesto de moda criticar el “octubrismo”; lo hacen incluso quienes guardaron silencio en octubre de 2019. Pero ese octubrismo se volcó de la calle a la Convención Constitucional, y quienes debieron poner freno a la segunda fase del delirio se mostraron otra vez débiles y complacientes.

Solo me sumaría a celebrar el 18 de octubre, hijo, si esta experiencia límite que hemos vivido como país sirviera para despertar a los dormidos, a los que “no viven vigilantes de sí mismos, sabios de su propia esencia” —como dijo alguna vez Jorge Millas—. Porque no es cierto que Chile despertó el 18 de octubre; en realidad entró en un trance hipnótico, en un sueño revolucionario que pudo terminar en pesadilla.

El 4 de septiembre, en cambio, Chile sí comenzó a despertar, pero no nos engañemos, los “demonios” (uso intencionalmente la expresión de Dostoievski, tan crítico de la “intelligentsia” rusa como lo soy yo de la nuestra) están ahí, esperando otra vez colarse por las fisuras y grietas de nuestra República.

Tenemos que reconocer dónde están nuestras grandes grietas intelectuales y políticas, y para eso habrá que entrar en la batalla de las ideas, sin complejos, y erradicar el miedo que ha convertido a muchas universidades en “universidades canceladas”.

Es urgente recuperar la razón y la pasión por lo posible, para competir con la nefasta pasión por lo imposible, que tanto arrastre tiene y que ha destruido tantos países de América Latina.

Esa es la tarea cultural que viene, el regreso de la razón (que está en nuestro escudo nacional) a esta “finis terrae”, tu país, tan hermoso y tan frágil, hijo. El bello país adoptado por Bello (el ilustre venezolano que huyó del caos del resto de América Latina) y entendió que el orden profundo se construye desde el lenguaje y el pensamiento. Por eso hay tanto que conversar y pensar juntos (los de generaciones distintas) en la mesa. Para celebrar lo que sí debe ser celebrado una y otra vez: la democracia, el Estado de Derecho, la libertad. No los incendios de los pirómanos en la noche.

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