Columna El Mostrador, 17.09.2017 Pablo Álvarez, historiador y académico (UDP)
Birmania o Myanmar es un país del sudeste asiático de mayoría budista de unos 60 millones de habitantes, que durante décadas sufrió el yugo de una dictadura militar que reprimió cruelmente a su población. El nombre de la actual líder política (aunque no ostenta la titularidad del gobierno) Aung San Suu Kyi se hizo célebre en los años de dictadura. Su voz de protesta resonó en la comunidad internacional, se le otorgó el Nobel de la paz en los años 90, el grupo de rock irlandés U2 le dedicó una canción, etc. Es decir, se transformó en una líder por la democratización de Birmania, por lo que cuando la junta militar birmana se fue retirando en el 2011, su nombre de inmediato sonó para liderar el proceso de transición hacia la democracia. Sin embargo en el último tiempo se ha manchado su buen nombre a raíz de una serie de hechos de violencia interna en el país asiático que tienen como protagonistas a la minoría Rohingya.
Los Rohingya son un pueblo de unos 1,1 millones de personas, es decir un 5% de la población del país, habitan en la frontera de Birmania con Bangladesh, en el estado de Rakhine. Su religión es el islam, lo que los transforma en una minoría tanto étnica como religiosa. Para muchos en Birmania, los Rohingya son verdaderamente extranjeros en territorio birmano. Lo cierto es que son tratados como tal, carecen de derechos sociales y políticos, el ejército birmano los ha acorralado e incluso se habla de desplazamiento forzoso y limpieza étnica.
Aung San Suu Kyi se mantuvo silenciosa ante estos hechos, hace poco rompió ese silencio y señaló que están buscando la solución pacífica del problema y que la reconciliación nacional es un objetivo, también ha hablado de terrorismo islámico y del miedo de los budistas a las represalias de los rebeldes Rohingya. Lo cierto es que la líder birmana no ha estado a la altura de las circunstancias, pensando que ella fue vocera en contra de la dictadura de su país, hay peticiones internacionales para que se le quite el Nobel de la paz incluso. En conversaciones con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, éste le habría hecho ver su molestia por el rol del ejército birmano en el desplazamiento de los musulmanes birmanos, ella le habría señalado que siendo Turquía un país que ha sufrido el terrorismo islamista debiera saber a lo que se enfrenta Birmania. Diversos países musulmanes han expresado su molestia por estos hechos que afectan a la población musulmana de Birmania, pero no se ha escuchado lo suficiente sobre este tema en Occidente, menos aún en Chile. ¿A qué se debe esto? ¿Síntoma de que profunda enfermedad es lo que sucede en Birmania?
Lo primero que podemos pensar es que siendo los Rohingya una minoría relativamente pequeña y pobre (el estado de Rakhine donde habitan es el segundo más pobre de Birmania) el interés de la comunidad internacional se limita a esperar que las cosas se solucionen, pero nadie tiene la voluntad de hacer algo real para que eso suceda. Pero además tenemos que contemplar estos hechos a la luz de la geopolítica actual, en la que la llamada guerra contra el terrorismo que impulsó Estados Unidos hace más de una década aún deja ver sus consecuencias.
La guerra contra el terrorismo en verdad fue y sigue siendo la guerra contra el terrorismo islámico. Toda otra forma de violencia terrorista se ha dejado de lado, menos aún el terrorismo de estado que ejercen aliados de occidente dentro del mismo Medio Oriente, caso paradigmático es el de Arabia Saudí en Yemen y en Bahréin. Sin embargo, la política global de lucha en contra del terrorismo islámico ha significado que diversos países del mundo asuman la retórica de la lucha en contra del terrorismo para criminalizar y perseguir a sus minorías musulmanas o a grupos disidentes. Casos como los de Rusia con los Chechenos, o Egipto con los Hermanos Musulmanes resuenan. Si bien son ejemplos muy disimiles apuntan al mismo fenómeno, la instrumentalización de la supuesta lucha contra el terrorismo con el fin de reprimir a una minoría política o religiosa.
Por otra parte, la islamofobia global es un fenómeno incuestionable, los episodios de violencia hacia comunidades musulmanas se han extendido en Estado Unidos y Europa. El mal llamado Estado Islámico ha contribuido muy poco a mejorar las relaciones entre diversas comunidades islámicas y los países occidentales. El reclutamiento de jóvenes desarraigados, mal islamizados, muchas veces con un amplio prontuario criminal, es una maldición que no ha parado aun cuando el Estado Islámico ha retrocedido ante el avance de los ejércitos sirios e iraquíes.
Muchos señalan que el problema es el islam, que sería una religión que promueve la violencia hacia los no musulmanes, hacia la mujer, hacia las minorías sexuales, etc. No podemos decir que la Islam en absoluto es el problema y que los musulmanes son solo víctimas, eso sería reduccionista en extremo. El teólogo musulmán y profesor de Oxford Tariq Ramadán, ha señalado que más que una reforma del islam, lo que se necesita es una reforma de la mente de los muslámenes. Como toda religión, el islam surge en un contexto histórico y su adaptación a los nuevos tiempos depende de la capacidad de los fieles en adaptar la sabiduría de las escrituras a esos nuevos tiempos con el uso de la razón, lo que en el islam se denomina Ijtihad. Todas las religiones tienen una cuota de violencia, de machismo, de violencia sexual, etc. En occidente se tiende a pensar que los budistas son todos pacifistas, pero en la violencia que están sufriendo los Rohingya son budistas los perpetradores, se habla de quema de personas, mutilaciones, violaciones, etc., y todo perpetrado por budistas. Asumimos que unas religiones son mejores que otras por la percepción más o menos generalizada que tenemos de sus niveles de violencia o pacifismo, pero todas las religiones comparten un mensaje de paz y de violencia que se conducen hacia distintos sujetos o comunidades, son los fieles los que hacen interpretación de los preceptos y pueden utilizarlos para el bien común o para la violencia radical.
El punto es que en el actual estado de las cosas a nivel global es más fácil condenar la violencia de musulmanes que de budistas al parecer. Si pensamos en la cantidad de personas que sufren de violencia terrorista y su adscripción religiosa, los musulmanes son los más afectados, muchas veces por grupos terroristas islámicos y muchos de ellos aliados de occidente, ejemplo significativo ha sido lo que sucede en Siria y Líbano, en donde grupos rebeldes apoyados por occidente para derrocar a Al Assad y a Gadafi han resultado ser peores remedios que la enfermedad.
A los pobres del mundo, no los va a defender el poderío militar de los Estados Unidos, el poderío militar mas grande conocido por la humanidad actúa donde la economía global pone el ojo. Pero es especialmente difícil que la comunidad internacional se mueva para defender a pobres y musulmanes, el destino de los Rohingya es compartido por los yemeníes en ese sentido. Occidente calla monstruosamente ante la criminal intervención saudí en Yemen, porque los habitantes de ese pequeño país del sur de la península arábica son los más pobres del mundo árabe.
Por lo tanto, si hay un drama hoy es ser pobre, pero ser pobre y musulmán es pecado que se paga con fuego y muerte.