Sobre búhos, diplomacia y un juez chileno en la Corte Internacional de Justicia

Columna
El Líbero, 19.08.2022
Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático y profesor (U. Autónoma)

 

Una “primera línea” sin capacidades estrígidas

Los observadores de aves conocen que la familia de los búhos (estrígidos) son aves altamente especializadas, dotadas no solo de una aguzada visión y de oídos capaces de detectar sonidos en las más diversas frecuencias, sino que están facultados para girar sus cabezas en más de 270 grados para auscultar los más discretos cambios en su medio ambiente. Son estas variadas capacidades las que convierten a los búhos en exitosos representantes de los más altos niveles de la cadena trófica.

Son esas mismas características estrígidas las que -de manera diagnóstica- están, otra vez, ausentes en la diplomacia chilena en el campo de la compleja y complicada cuestión de la plataforma continental magallánico-antártica más allá de las 200 millas náuticas (los espacios entre el cabo de Hornos y la Antártica Chilena). Se trata de una enorme región cada vez más apetecida, que comienza a acumular potencias interesadas por su importancia para las actividades económicas, científicas y la geopolítica del siglo XXI.

La presentación sobre los límites exteriores de nuestra soberanía submarina en el sector americano de la Antártica Americana y del Océano Austral -realizadas a fines de la administración Piñera 2- merecen “un aplauso de pie”, obviando el hecho esencial de que esa presentación debió haberse sometido al organismo internacional competente con -al menos- 10 años de anticipación.

La falta de visión periférica y la pereza (el orden es conmutativo) de nuestra diplomacia no solo permitió que, a partir de abril de 2009, Argentina intentara consolidar una tesis geopolítica que pretende millones de kms2 de la Región de Magallanes y Antártica Chilena  (un territorio muchas veces mayor al disputado durante la crisis por las “islas al sur del canal Beagle”), sino que, por extensión, de hecho y de derecho alterara el modus vivendi del Tratado de Paz y Amistad de 1984. Como se sabe, en todo lo fundamental, ese tratado gobierna la relación bilateral.

In extremis -y a insistencia de la sociedad magallánica y de las Fuerzas Armadas- en 2021 el anterior gobierno acertó en “actualizar” la proyección natural de nuestras islas sudamericanas más australes, para impedir que la comunidad internacional entendiera que -“por omisión” y conforme con la invención geopolítica argentina que afirma la división entre el Océano Pacífico y el Atlántico en “el meridiano del cabo de Hornos”- Chile “renunciaba” a la soberanía sobre los recursos naturales vivos y no vivos submarinos que el Derecho Internacional del Mar le asegura al oriente de dicha coordenada (al menos hasta 350 millas náuticas o 648 kilómetros).

Ante ello, la Cancillería se vio obligada a abandonar el sosiego del “backstage” para sumarse a una dinámica para la que no estaba adiestrada. Nuestra diplomacia tiene graves problemas para entender al austro chileno como el mayor desafío de la política exterior chilena. No tiene las capacidades que hacen exitosos a los búhos.

La falta de “peso específico” y de “vocación por el territorio” de nuestra “primera línea” facilitó que, hasta 2020, los “asesores” de la Cancillería impusieran la tesis de un ex canciller, quien años antes calificó la pretensión argentina sobre millones de kms2 de territorio chileno como “de importancia ninguna”.

 

El último y complejo diferendo limítrofe con Argentina

Nada de eso evitó que, más allá de cualquier aspecto legal o técnico, la actualización de los límites exteriores de nuestra soberanía submarina “al oriente del meridiano del cabo de Hornos” y en parte del Territorio Chileno Antártico, hiciera patente que entre Chile y Argentina existe un diferendo limítrofe de enormes proyecciones.

En los próximos años este diferendo ganará en visibilidad y complejidad cuando Chile complete el ejercicio de precisar los límites de su plataforma continental en el Mar de Weddell, Antártica Chilena, y en el área al sur y al sureste de las Islas del cabo de Hornos y Diego Ramírez.

Todos juntos -con prudencia (la “reina de las virtudes”)-, debemos asumir esta grave circunstancia y la morosidad de nuestra Cancillería.

En esta litis Chile tiene -con gran diferencia- los mejores argumentos geo-históricos, geo-legales y, muy importante, geo-científicos. Solo a modo de ejemplo, amén de la ocupación ancestral de nuestros pueblos originarios de “las islas al sur del Canal Beagle”, se debe tener en cuenta la presencia permanente y el control de esos espacios del “sur más lejano del mundo” por parte de nacionales magallánicos, un “hecho de la causa” muy anterior no solo a la llegada de los primeros científicos del hemisferio norte, sino que a la visita de los primeros nacionales argentinos.

Es también altamente probable que la compleja litis que se enuncia termine siendo conocida por un tribunal internacional. Muy probablemente, la Corte Internacional de Justicia. En esa circunstancia, contar con un juez chileno como integrante de dicho tribunal puede tener enorme importancia para el interés del pueblo chileno.

A contrario sensu, la presencia de un juez argentino (Marcelo Kohen) puede resultar de gran perjuicio para el país. Un jurista con experiencia en disputas marítimas, conocido por su enemistad hacia Chile, obsesionado con Malvinas, y quién desde hace unos meses en Buenos Aires integra un grupo reservado para hacer frente a la objeción chilena de las aspiraciones argentinas sobre la plataforma continental magallánico-antártica no debe resultarnos indiferente. El reto para el señor Kohen y su país consiste en hacer el “control de daños” causado por las presentaciones chilenas sobre plataforma continental, y evitar que estas terminen por desarmar un andamiaje geopolítico en el que nuestros vecinos han invertido décadas de preparación (“la causa de Malvinas” con su componente antártico).

Sobre el primero de esos asuntos, la Canciller Urrejola ha asegurado que, en la elección del juez internacional que tendrá lugar a fines de 2023, Chile no apoyará al candidato argentino. Sin embargo, nada ha dicho de la elección del nuevo juez que tendrá lugar en 2024.

 

Un juez chileno en la Corte Internacional de Justicia

Para esa eventualidad, Chile debe desde ya levantar una candidatura.

En este ámbito es más que evidente que el candidato nacional no puede, de ninguna manera, ser “un abogado” perteneciente a la tradición racionalista jurídica (propia de la Constitución de 1833), a la que el país debe atribuir las desastrosas experiencias de Laguna del Desierto, del límite marítimo con el Perú, de las negociaciones que condujeron a la suscripción (e imposible) aplicación de acuerdo de 1998 sobre Campo de Hielo Sur, o la mal aspectada disputa por el uso y aprovechamiento del Río Silala.

El candidato chileno debe ser un experto ajeno al establishment diplomático, gravemente endeudado con el interés permanente de la República. Desde ese punto de vista, sin lugar a dudas el mejor candidato es el jurista Claudio Grossman. No existen excusas ni técnicas, ni de forma, ni de sustancia para no comenzar a preparar su candidatura.

La biografía profesional del Dr. Grossman garantiza que no solo las cuestiones propiamente jurídicas, sino que las complejidades geo-históricas y geo-científicas (que no se enseñan en las escuela de derecho de las que proviene el establishment de la Cancillería) serán convenientemente consideradas (aspectos biogeográficos, oceanográficos, geológicos, geomorfológicos, etc.). Para eso se requiere de habilidades estrígidas para la comprensión del problema austral, en el cual convergen diversas disciplinas, variadas cargas históricas y encontradas proyecciones geoestratégicas.

Articular ese torrente de elementos y factores para darles una justa apreciación, se erige como una tarea muy compleja para el Gobierno, que hasta ahora, y de forma indecorosa, apartó de la escena al Dr. Grossman. Un destrato sin precedentes. Sin embargo, aún no es tarde para corregir ese error.

El interés de Chile debe estar puesto en impedir que se repitan las pérdidas territoriales en litigios como los con Argentina en 1994 y 1998, o Perú 2014. Para ello resulta vital la presencia de un juez chileno con “capacidades estrígidas” en la Corte Internacional de Justicia.

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