Tic-tac

Columna
El Líbero, 06.04.2024
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

En anteriores columnas he ido dejando entrever la incertidumbre global hacia la que nos dirigimos en forma inexorable. El ordenamiento internacional construido al término de la II Guerra Mundial está siendo violado frecuentemente por numerosos Estados. Además, las sociedades aceptan menos las normas que no se originan directamente en su propio ordenamiento político y jurídico. Lo vemos en las manifestaciones de los agricultores europeos. Bajo estos impulsos proliferan líderes que desconfían de las organizaciones multilaterales, las que muchas veces han creado obligaciones que van más allá de lo que pueden resistir sociedades cristianas o aquellas que no nacieron de la matriz occidental.

A esto se agrega el renacimiento de China, que tal vez no quiere expandir su territorio continental, pero sí asegurarse un área de influencia, o un círculo de Estados tributarios parecidos a aquellos de los tiempos imperiales. El resurgimiento chino implica para ellos recuperar Taiwán, isla habitada ancestralmente por pueblos austronesios, pero que fue parte del Imperio entre 1662 y 1895; necesitan controlar la navegación por sus aguas circundantes; equilibrar y luego quebrar la cadena de países pro occidentales que rodean a China por mar, desde Filipinas por el sur hasta Japón por el norte; conjurar la humillación infligida por las potencias coloniales en 1842, en el Tratado de Nanking; conquistar una posición clave en la estructura de poder mundial a través de flujos comerciales, inversiones, tecnología, control del espacio y alianzas funcionales a su desarrollo estratégico y económico con países situados en distintas geografías.

Todas estas aspiraciones están comprendidas dentro del legado que Xi Jinping quiere dejarle al pueblo chino antes de su desaparición física. Planteadas así las cosas, pienso que un choque a mediano plazo con los países occidentales y sus aliados es inevitable, y el orden mundial construido a su alero, un obstáculo.

Rusia nos ha desafiado abiertamente al anexionarse Crimea y gran parte del Donbás en Ucrania, así como promover en distintos países ex soviéticos secesiones de diferentes orígenes, pero que sirven al objetivo de reunir (o dividir para reconstituir) una parte del antiguo imperio zarista. Quieren salir de la afrenta a la que la “Santa Madre Rusia” se vio sometida al colapsar el imperio formado por Stalin. Por supuesto, la estrategia comprende alianzas variables en el amplio espacio de Asia central y un vínculo estratégico y funcional con la R.P China. Para Vladimir Vladímirovich Putin lo más importante es recuperar el “destino manifiesto ruso” asentándose al Este y el Oeste como el águila de su escudo que sostiene en sus garras un orbe, y no el respeto irrestricto a las normas de conducta entre los Estados, trabajosamente elaboradas durante siglos.

Hace décadas que el desafío de Irán, o la antigua Persia, crea estragos en la media luna disputando ese espacio con algunas de las monarquías del Golfo, sobre todo con Arabia Saudita. El predominio político, económico y la legitimidad religiosa se mezclan en un juego de poder en el área que, como en un remolino, succiona a varios como los hutíes de Yemen, a los intereses egipcios, a Sudán, etc. Tanto para la teocracia iraní cuanto para los regímenes monárquicos cuasi absolutos de la península arábiga el orden y los valores occidentales en los que creemos y sobre los que se ha construido el mundo en las últimas ocho décadas tienen un interés secundario. Estos son funcionales a los objetivos principales de lucha regional por el poder. ¿Qué son 80 años en su larga historia?

Para complicar las cosas, la mera presencia de Israel en la zona, a pesar de los Acuerdos de Abraham que normalizaron las relaciones entre este país y algunos de sus vecinos árabes, genera en todos una profunda desconfianza y disimulada molestia. Con el respaldo de Estados Unidos, la UE y el mundo occidental, este país tampoco está cabalmente comprometido con la defensa estricta del orden internacional. Todo esto se ha visto con claridad en la actual guerra de Gaza. Desde la perspectiva israelí, el cumplimiento de principios universales es posterior al crucial objetivo de sobrevivir en un entorno hostil. Esto compromete particularmente a la diplomacia norteamericana.

Al sur del Sahara, en el llamado Sahel, se está librando en estos momentos una lucha por el poder en dos direcciones. Por una parte, el islamismo en su versión radical, predominante en la franja norte por donde transitaban las caravanas desde el Atlántico a La Meca, quiere imponerse por todos los medios al cristianismo, políticamente dominante desde el siglo XIX en la franja sur del Sahel. Por otra, un nacionalismo panafricanista se ha expandido en las fuerzas armadas y grupos políticos populares, logrando la retirada ignominiosa de las potencias occidentales. Esto ha generado el acomodo de los organismos regionales a esta nueva realidad política sacrificando, por supuesto, los principios básicos compartidos con la comunidad internacional.

Tanto en el Sahel como en diversas partes del mundo la competencia por llenar el vacío de poder generado por países y sectores tradicionalmente influyentes está dando lugar a la multiplicación de mercenarios al servicio de intereses locales, juntamente con los de alguna potencia protectora. No sólo es Wagner, también Blackwater, Defion, Triple Canopy, Garda World, G4S, Patriot, Potok, Asgaard, etc. Las leyes de la guerra o el derecho, el respeto por la dignidad humana o el medio ambiente son conceptos totalmente ajenos a este grupo de ejércitos privados sin control, cada vez más numerosos, reclutados en cualquier parte del globo entre personas anhelantes de heroísmo en vidas generalmente frustradas.

Si el submundo de los mercenarios se ha incrementado a nivel global, y con estos la industria armamentística, el crimen organizado es igualmente peligroso, rampante, internacionalizado, corruptor. Los mercenarios pueden ser rastreados de algún modo porque venden sus servicios a una causa política o de poder. Sin embargo, la criminalidad no tiene como objetivo hacerse visible sino simplemente el enriquecimiento de sus asociados. Pueden ejecutar trabajos para un determinado Estado, externalizar sus “servicios”, pero no está en el interés de las bandas un proyecto de gobierno, aunque controlen enormes territorios en América Latina. El drama de Haití ilustra cómo un país capturado por las bandas es incapaz de darse una alternativa de gobierno estable, carcomido por una lucha de poder entre distintas corrientes políticas y una ancestral fragilidad institucional.

Y por aquí suena el tic-tac del reloj en nuestra región. Fenómenos como la polarización y la fragmentación políticas, la preocupante debilidad de varias de nuestras instituciones en las democracias alimenta la criminalidad, la corrupción, el populismo, el riesgo de que derivemos en dictaduras, que seamos usados por potencias extra regionales como las mencionadas. Hace muchos años que observamos estos peligros, y Chile no es una excepción. No podemos seguir con 26 partidos registrados en el Servel; tampoco con una burocracia ávida de requisitos para justificarse a sí misma impidiendo la adecuada ejecución presupuestaria. No debemos permitir que siga creciendo la distancia entre el ciudadano y las instituciones, o que el crimen ya no nos sorprenda.

En Perú el problema original no es el (o los) Rolex de la presidenta Boluarte. El problema es anterior a sus joyas, reales o falsas, fruto de la corrupción o de su esfuerzo. Es la institucionalidad la que hace crisis en Lima ante una cantidad de partidos sin programa, gobernados por caciques transitorios, inescrupulosos, anhelantes de poder, pero incapaces de proponer las reformas que hagan creíble el sistema político. No sigamos nosotros por este camino.

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