Una salida hegeliana para la crisis chilena

Opinión
FPPChile, 08.10.2015
Mauricio Rojas, senior fellow

Chile ha entrado en una fase de gran inestabilidad política que contrasta fuertemente con la estabilidad del período postdictadura. La inestabilidad política es un reflejo característico de la ruptura de los consensos básicos que ordenan una sociedad, lo que habitualmente se produce como resultado de importantes cambios sociales que hacen obsoleto el consenso preexistente. Podemos hablar, recurriendo a una célebre metáfora de Marx, de un desfase entre la base social y la superestructura política que se plasma en una incapacidad de las instituciones y la clase política existentes para canalizar las aspiraciones y demandas sociales.

Así se entra en un período convulso con consecuencias decisivas para el futuro. Esta es la situación en que se encuentra el Chile de hoy. Mirando las experiencias históricas, las fases de conmoción y falta de consensos se pueden resolver ya sea por la profundización del disenso o por la formación de un nuevo consenso, lo que requiere del surgimiento de una propuesta hegemónica capaz de restablecer la unidad nacional perdida. En la historia chilena se dan ambos casos. La década de los 60 fue testigo de las fuertes convulsiones que reflejaron la quiebra del “consenso desarrollista” instaurado en los años 30 en torno a una economía cada vez más protegida y una fuerte presencia estatal.

Los conflictos que entonces surgieron no se resolvieron mediante un nuevo consenso, sino por la profundización extrema del disenso y la instauración de la idea del cambio total o revolución (“en libertad” o marxista). Finalmente, la situación se zanjó por la fuerza, es decir, por la instauración de una dictadura militar que cimentaría por largo tiempo la división del país. La experiencia contraria es la que permitió reinstaurar la democracia en los años 90.

La alternativa que en este caso primó no fue la discontinuidad radical sino la continuidad reformista, basada en la conservación del modelo de economía abierta creado bajo la dictadura combinado con una serie de reformas sociales y políticas. Este fue el consenso concertacionista, hegemonizado por una centroizquierda que supo aprender de la experiencia del Chile anterior al golpe y apostó decididamente por los acuerdos y los consensos.

Chile entró así en el período más exitoso de su historia y se transformó de una manera tan profunda que, en un par de décadas, dejó obsoleto el consenso concertacionista. Primero vino la crisis de la Concertación y la derrota de Frei, luego la explosión contestataria de 2011 y el fuerte reflujo electoral de la centroderecha en 2013 para, finalmente, desembocar en una crisis política generalizada en la medida en que la figura providencial de Bachelet se estrellaba con su propia incompetencia y diversos escándalos minaban decisivamente la confianza en la clase política del país.

Estamos, por ello, en el momento de la confusión y la incertidumbre. No hay proyectos comunes ni consensos que nos unan, sino solo un país cada vez más desencantado y cansado de “la política”. Tampoco se avizoran propuestas con capacidad hegemónica, es decir, de convocar la voluntad mayoritaria en torno a un proyecto de futuro común. No se trata simplemente de encontrar un presidenciable. Eso no resolverá, ni de cerca, el problema de falta de hegemonía, es decir, de proyecto compartido de futuro, que es lo que de verdad nos pena. Para ello, se requiere lo que Hegel, el gran filósofo alemán, hubiese llamado una voluntad de síntesis, o sea, de dejar de ser una pura antítesis del contendor para pasar a incluirlo en un proyecto que, por su amplitud, sea capaz de superar los antagonismos existentes.

Desde la izquierda ese movimiento dialéctico requeriría deslindarse tajantemente de su ala refundacional y condenar claramente todo violentismo así como los chantajes sindicales. Junto con ello, debería distanciarse del monopolismo estatal para apostar por una solidaridad social basada en el pluralismo y el empoderamiento ciudadano.

En ambos sentidos podría aprender mucho de la socialdemocracia sueca, que en la década de los 30 estableció su larga hegemonía política enfrentando, sin ambigüedad, la agitación comunista y el uso irresponsable de la fuerza sindical. Además, llegó a un acuerdo histórico con los empresarios, que marcó su abandono definitivo de la retórica socialista refundacional.

Finalmente, a partir de la década de los 90, aceptó plenamente la colaboración público-privada dentro del marco del Estado de bienestar. Desde la derecha, una posible marcha hacia la hegemonía debería pasar por dos compromisos básicos. Por una parte, un férreo compromiso por disciplinar al capitalismo, es decir, combatir el abuso e incrementar el resguardo efectivo tanto de los trabajadores como de los consumidores.

Por otra parte, un compromiso profundo con lograr una verdadera igualdad básica de oportunidades, o sea, garantizar el acceso universal a una educación y una salud así como a una infraestructura y una seguridad ciudadana que les den a todos los chilenos una posibilidad real de realizar sus potencialidades. En suma, una izquierda moderada que no sea estatista ni anticapitalista y una derecha más protectora y social.

Esas son las alternativas que podrían superar el desencanto de nuestro momento actual. Ambas requieren de lideratos audaces así como de una clara voluntad de superar las contradicciones de una manera hegeliana, es decir, uniendo y sumando.

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