Vade retro, Ortega. Los motivos de una ola anti-jesuita

Columna
El Líbero, 04.09.2023
Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)
No pocos curas nicaragüenses, especialmente de la congregación jesuita, iniciaron allá por 1979 una amistad tóxica con los sandinistas, sin advertir que se trataba de un viaje sin retorno.

La violenta acción del sátrapa nicaragüense en contra de la Iglesia Católica, y especialmente contra los jesuitas, deja al descubierto varios temas de interés político. Todos, desde luego, muy sensibles. Quizás el más relevante se corresponde con esa duda capital que sobrevuela a las izquierdas, principalmente latinoamericanas, de determinar hasta dónde es posible pactar con aquellos sectores que propugnan la lucha de clases y tienen por finalidad la dictadura del proletariado. Es decir, con los grupos de espíritu totalitario.

Lamentablemente ha caído en el olvido cotidiano -aunque está registrada en numerosos textos- aquella ingeniosa frase de Luis Corvalán cuando explicaba su “política de alianzas”. Esta -decía- se puede representar con un viaje en tren hacia el sur del país. El PC va hasta Puerto Montt. El que quiere, acompaña. En caso contrario, si no le gusta la compañía o los nuevos panoramas que se van abriendo, sencillamente se baja del tren. La metáfora fue muy popular en los sesenta y setenta. Fueron años cuando Corvalán decía privilegiar su participación en la democracia representativa, y, junto a Teitelboim y O. Millas, procuraban dejar atrás la ambigüedad de sus predecesores, tan visible en los años de González Videla.

La idea de una inserción inocua de grupos totalitarios en una democracia liberal se ha repetido desde entonces hasta la majadería. Ha servido para fundamentar una presunta voluntad de compromiso cívico por parte de quienes objetivamente no lo son. La alegoría de Corvalán fue tan ocurrente, que, durante décadas, logró capturar la imaginación de personas aparentemente poco incautas. Sus reverberaciones se escuchan hasta del día hoy, al punto que, adentrados ya en el siglo 21 y en plena era de la inteligencia artificial y la robótica, es un enigma la finalidad real de aquel vetusto partido.

El caso de Nicaragua demuestra que, en estas materias, tarde o temprano, la inocencia se pierde y cualquier fábula termina siendo confrontada con la cruda realidad. Por eso, la expulsión de los jesuitas en Nicaragua ha adquirido ribetes de dramatismo. Podría decirse que la Iglesia Católica nicaragüense, en su conjunto, fue incapaz de descubrir a tiempo el peligro del totalitarismo y el significado real de la satrapía Ortega/Murillo. Hoy están en shock.

Por eso estamos frente a un caso muy instructivo. No pocos curas nicaragüenses, especialmente de la congregación jesuita, iniciaron allá por 1979 una amistad tóxica con los sandinistas, sin advertir que se trataba de un viaje sin retorno. No fueron sólo los hermanos Ernesto y Fernando Cardenal quienes ocuparon puestos de relevancia. Numerosos otros curas participaban del régimen. Miguel D’Escoto, de la sociedad misionera Maryknoll, por ejemplo, llegó a ser canciller. El diocesano Edgard Parrales fue embajador ante la OEA y ministro en varias carteras. Siguiendo la metáfora de Corvalán, fueron expulsados sin piedad desde un tren marcha.

El embelesamiento con los sandinistas creció sobre una equivocada premisa. Así como en algunas partes del mundo se insiste en la posibilidad de integrar a los grupos de inspiración totalitaria en una democracia liberal, los sandinistas creyeron posible construir con ellos una nueva arcadia. Llegaron a considerarla deseable y recomendable urbi et orbi. Como dice L. Zanatta, creyeron que Managua era un laboratorio de nueva cristiandad. Se identificaron con el proyecto pobrista y redentor del sandinismo, sin intuir su naturaleza dictatorial. Fue tal su encandilamiento que hicieron caso omiso a las múltiples advertencias.

Recién ahora, tras el quiebre, se dieron cuenta que su cosmovisión, su cuerpo místico, poco o nada tiene que ver con el materialismo histórico o el materialismo dialéctico. Ni menos con una estirpe de hombres rudos. Ahora, que la represión llegó a ellos, comprendieron que estos regímenes se presentan siempre en estado sólido.

No es extraño entonces que la jerarquía católica nicaragüense esté siendo cuestionada a partir de lo que les está tocando vivir. Especialmente los jesuitas. Lamen sus heridas y lloran. Pero, durante décadas, nada dijeron ante las miles de evidencias de violación de los derechos humanos, incluidas cifras aterradoras de asesinatos y arbitrariedades. ¿Ceguera o candidez?

Hoy se ofuscan con el matrimonio gobernante. Se lamentan. Constatan con dolor que la eterna lucha entre el bien y el mal -entre Dios y Satán- tiene un correlato aquí en la Tierra. Que, en la faceta política de esta lucha, no se salva ni la famosa teología de la liberación.

En estos momentos aciagos para los jesuitas, conviene recordar aquel notable gesto de Juan Pablo II, cuando un día de marzo de 1983 aterrizaba en Managua y levantó del suelo a un arrodillado Ernesto Cardenal que le pedía la bendición. El pontífice no sólo no se la dio, sino que lo increpó en público ante los periodistas, fotógrafos y camarógrafos de todo el mundo que cubrían el viaje. Con el índice levantado, lo conminó a dejar su relación complaciente con los sandinistas y dedicarse al sacerdocio.

Pero como el Papa polaco no era querido en los llamados “ambientes progresistas”, el cura Ernesto Cardenal, con la tozudez que le caracterizaba, hizo caso omiso a los consejos y optó por seguir en sus escarceos revolucionarios. La respuesta no tardó en llegar. Fue suspendido ad divinis. La durísima sanción fue levantada por Bergoglio. Recién, hace pocos años.

Finalmente, Cardenal expresó arrepentimiento. Pero fue tardío. A los pocos días, falleció.

Lo ocurrido con los jesuitas en Nicaragua otorga gran vigencia al más original de los aportes recientes al estudio de los populismos latinoamericanos. El del politólogo de la Universidad de Bologna, Loris Zanatta.

Tesis central de sus últimas obras (El Populismo jesuita y Fidel Castro, el último rey católico) es la influencia decisiva de la orden ignaciana en el origen y desarrollo de este gran desvarío político latinoamericano llamado populismo. Entre sus definiciones, la señala como “nostalgia utópica por la unanimidad y el pobrismo”. Dado que uno de los eslabones claves en sus reflexiones es la connivencia de los jesuitas nicaragüenses con los sandinistas, seguramente el quiebre lo incitará a un pronto ajuste de sus puntos de vista. La tesis de Zanatta pareciera difuminarse a la hora de ponerla a prueba frente a las tracciones de fuerzas totalitarias.

Por todo esto, puede decirse con propiedad que en la ola represiva anti-jesuita de Ortega hay mucho de un libreto ya conocido. Y es que los regímenes totalitarios siempre han tenido visiones muy contrapuestas a las religiones. Especialmente la católica.

Les resulta demasiado laberíntica la condición del Papa. No sólo como pontífice, sino como cabeza de otro Estado. Tampoco aceptan que las iglesias seleccionen sus pastores y clérigos. Obvio, son totalitarios.

Basta recordar choques legendarios. Tristemente célebres. Por ejemplo, el refugio durante 15 años del cardenal húngaro Jozsef Midszenty en la embajada de EE.UU., sin recibir salvoconducto para abandonar el país, tras oponerse al alineamiento pro-soviético. Y, desde luego, el asesinato del cura polaco, Jerzy Popeliuszko, acusado de apoyar a grupos disidentes.

Como estas revoluciones tienen algo de poliédrico, en el caso nicaragüense, el matrimonio gobernante (y antes los comandantes del FSLN) optó por manejar el laberinto católico y tolerar misiones evangelizadoras. Lo hicieron hasta que les parecía algo útil.

Como ya se sabe, por motivos algo recónditos, la Compañía de Jesús fue informada hace algunas semanas -casi con crueldad- que, a mayor gloria de la revolución sandinista, el único apóstol nicaragüense se llama Daniel Ortega.

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