Alocución Ministerio de Relaciones Exteriores, 24.07.2023 Juan Martabit Scaff, embajador (r)
En nombre de sus amigos del Servicio Exterior de Chile y, del cual Jorge Edwards formó parte varios años de su fecunda vida, me referiré, en una apretada síntesis a partir del conocimiento directo por haber trabajado con él y mantener a lo largo del tiempo una cercana amistad.
En el año 1972, asumí como tercer secretario en la Embajada de Chile en París, siendo Jorge el ministro consejero y estrecho colaborador de su amigo el Embajador Pablo Neruda. Recibimiento cordial y amable de ambos, una embajada pequeña de pocos funcionarios, que debíamos atender diferentes áreas del quehacer diplomático.
Jorge era un introductor inigualable. A su disposición amistosa, agregaba didácticas explicaciones, asignaba tareas con un gran sentido de oportunidad invitando a investigar, ir a la fuente de donde se producían las ideas, sea en el Quai d'Orsay o en la Asamblea Nacional o la universidad; asistir a foros y conferencias de distinto orden (económico, político o cultural) y de las cuales Paris era y sigue siendo un surtidor inagotable.
Su carrera diplomática, que comenzó desde abajo, en dos palabras lo llevó a asumir cargos en Lima, misiones en Ginebra, un largo periodo en París y, de manera determinante, su aterrizaje en el año 70 en LaHabana, con un epílogo ampliamente conocido y que obviamente marcó significativamente su vida.
Pero para llegar a Cuba, había acumulado experiencia a través de su sólida carrera, formación académica, buen conocedor y estudioso de la historia de Chile, una manifiesta vocación literaria, conversador culto y
entretenido, como también un generoso anfitrión. En sus informes y correspondencia diplomática, atendidas las formalidades y claro lenguaje, volcaba con muy buena pluma sus observaciones, sin restar
para nada agudos y sinceros comentarios con su propia opinión.
No fueron años fáciles. El mundo vivía una alarmante guerra fría que se extendía por todo el planeta y hoy, cincuenta años después, parece nuevamente asomar su temida cabeza. Su bagaje cultural, experiencia por haber vivido en Cuba lo que todos conocemos, lo transformaron en un analista fino y serio de los acontecimientos que también alcanzaban a nuestro país sumido en una delicada crisis.
En Europa occidental comienza a surgir, especialmente en Italia, España y Francia, el llamado eurocomunismo, distante de Moscú después de la invasión a Checoslovaquia por la Unión Soviética. Para un experimentado observador, ese era un terreno muy fértil para asociar acontecimientos de los cuales nuestro país no era ajeno.
En París, y por encargo del Embajador, Jorge asume la responsabilidad de ocuparse, junto con las respectivas autoridades nacionales, de dos temas muy sensibles: me refiero a la negociación de una moratoria de la deuda externa con los países desarrollados, en el llamado Club de París, entonces radicada en el Ministerio de Hacienda francés, como también a la necesaria puesta en marcha de la defensa de Chile dirigida por el presidente del Consejo de Defensa del Estado y coordinada
diplomáticamente por la Embajada, para hacer frente al embargo del cobre en varios puertos europeos por demandas de compañías extranjeras que reclamaban por la Nacionalización del Cobre aprobada
en Chile. Allí Jorge, como también al propio embajador, se desplegaron cada cual al mayor nivel y con indudable patriotismo, a estos asuntos que eran de crucial interés nacional. A ambos acompañé a distintas reuniones relacionadas con estos dos asuntos ante altos funcionarios del Estado y destinar todo el esfuerzo que se requería para aliviar los problemas que esos dos frentes generaron para el país. Moratoria, deuda externa, congelamiento de líneas de crédito, eran asuntos graves. Con su modo tranquilo, lenguaje preciso y conocimiento de los temas, era un interlocutor respetado y bien recibido. De un hablar franco, siempre tenía argumentos bien razonados e informados. Recuerdo muy bien conversaciones amenas que frecuentemente tenía con Jean Daniel, el influyente director del Nouvelle Observateur o con Jean d’Ormesson, quien además de un gran literato era uno de los directores de
Le Fígaro, o con los influyentes editores de Le Monde como el legendario Marcel Niedergand, con quienes había trabado amistad ya en su anterior residencia en París.
Esa notable mezcla de conocer y opinar del país como el transcurso de una historia de la que él formaba
parte, así como también su vasto y serio conocimiento de Francia en todas sus expresiones, lo hacían un vocero muy confiable.
Era un agrado visitar con Jorge una exposición, asistir a la inauguración de algún evento o una simpática comida. Sin aspavientos, asomaba su conocimiento, preparación y encanto que a lo largo de los años volví a constatar en múltiples lugares y ocasiones. Reconocía con gracia que no le gustaban los lateros y menos los resentidos. Ni hablar de los farsantes y autorreferentes. La tontería y vulgaridad lo molestaba de verdad, tanto como la burocracia ramplona, indiferente y autosuficiente.
En el verano del año 1973, solicita permiso por tres meses para ausentarse de la Embajada. Ahí me confirma el motivo de su alejamiento temporal para radicarse en Calafell/Barcelona y concluir con
los últimos toques un libro sobre el cual venía trabajando casi por un par de años. Tenía la disciplina, transformada en hábito, de levantarse muy temprano, que mantuvo toda su vida, para comenzar el día
escribiendo.
Conocida su muy estrecha amistad con Pablo Neruda y el rol que jugara en su designación como ministro consejero en París, le consulté sobre la opinión de este, quien ya se encontraba de regreso en Chile, sobre esta importante publicación. Me dijo que “Pablo era quien más lo empujaba a dar este paso” y que Pilar su mujer, lo apoyaba plenamente y lo ayudaba a sacar adelante este proyecto. Recordemos, además, que internet y sus facilidades no existían.
La publicación de un artículo en Le Monde a fines de septiembre después del golpe del año 1973, puso término a su destacada carrera diplomática. Al menos temporalmente, pues en verdad nunca dejó de
ser un diplomático digno y sagaz. Después de una dura travesía, sin lamentaciones y con grandeza, se volcó en la literatura, su gran pasión, alcanzando los mayores honores.
Siempre fue una persona serena, llana y generosa. Habiendo alcanzado muchas glorias mantuvieron su talante culto, sencillo, gozador de la vida con cosas simples y abierto al conocimiento, a la buena conversación y la alegría, en tono e intensidad suficiente, como una forma también de gratitud a sus orígenes y a la vida -o mejor dicho las diferentes vidas que le tocó vivir en distintos tiempos- y a los cuales con mucha inteligencia siempre supo adaptarse.
En innumerables crónicas refleja su amor por Chile y formación diplomática en libros como el “El Sueño
de la Historia” o “La Muerte de Montaigne” entre otros. Y, después de años, volvió a ser diplomático activo. Primero como Embajador Representante ante la UNESCO y después Embajador ante el Gobierno de Francia. Se lo tenía muy bien merecido y, como siempre, tuvo un reconocido desempeño.
Tuve el privilegio de recibirlo en distintas partes como conferencista, jurado literario o múltiples actividades a las cuales era frecuentemente invitado. Así fue en La Paz, en que terminamos reunidos con el Canciller; en Ginebra como invitado especial a la Feria Internacional del Libro; o en una destacada visita a los Países Bajos. Seguía siendo el diplomático que nunca dejó de ser, convertido en un gran señor de la literatura, ampliamente reconocido, manteniendo una admirable y elegante sencillez y una inspiradora lucidez que nunca lo abandonó.