La ETA y la insurgencia en la Macrozona Sur

Columna
El Líbero, 04.05.2024
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

A lo largo de sus 97 años de existencia, Carabineros de Chile ha ofrecido 1.240 vidas para proteger nuestra seguridad y nuestro territorio. A un agradecimiento acumulado, se agrega el orgullo que sentimos por su desarrollo, profesionalismo, contacto íntimo con el pueblo chileno en toda nuestra geografía. En su historia casi centenaria se han podido cometer errores, pero nada justificaba los arteros ataques contra ellos de una parte de nuestro mundo político el 2019. Querían anularlos, refundarlos, someterlos, deshonrarlos. Tal vez, por eso, no recuerdo que el asesinato de tres policías haya remecido tan profundamente el alma nacional como durante esta semana que termina.

A propósito de este doloroso hecho traigo a la memoria cómo la sociedad española, después de años de transigencia, silencio o paciencia con el terrorismo de ETA militar, desde su primera víctima de sangre en 1968, acabó uniéndose en una sola voz cuando aquella amenazó los cimientos del propio Estado, las instituciones democráticas recién instaladas, cuando asesinó a políticos o simpatizantes de izquierda o de derecha, extendió sus tentáculos de terror por toda España y se ensañó especialmente con la Guardia Civil que perdió a 210 de sus hombres.

Durante el franquismo la izquierda española, un determinado catolicismo progresista, el separatismo y el nacionalismo democristiano vasco o catalán contemplaron con cierta complacencia los atentados etarras, cada vez más sangrientos, e incluso los justificaron. Para muchos católicos “de avanzada” era lamentable la pérdida de vidas, pero, calladamente, una condición “ineludible” para erosionar la dictadura en el ocaso del propio Franco y de su régimen. Parecía un requisito previo para alcanzar la democracia en España. Todos estos grupos alentaron a ETA militar (y también al FRAP y los GRAPO) en su biografía sangrienta en pos de la libertad y de un Estado vasco independiente a uno y otro lado de los Pirineos. En su mayoría fueron cómplices pasivos del horror.

Cuando se instaló la democracia la insurgencia terrorista etarra no cejó. Multiplicó sus ataques durante los llamados “años de plomo”, entre 1978 y 1990, con el apoyo político de distintos grupos aglutinados en torno a la formación Herri Batasuna (el nombre vasco de Unidad Popular). Estos fueron los antepasados del actual Bildu, partido que le otorga mayoría a Pedro Sánchez para gobernar actualmente en España.

En aquellos doce años ETA asesinó a 244 personas. La reacción del Estado español, particularmente de la mayoría de sus partidos, comenzó durante el gobierno de Adolfo Suárez, cuando por primera vez un militante del PSOE y del sindicato general UGT, adscrito al socialismo, fue asesinado por la banda a fines de 1979 en la provincia de Guipúzcoa. En 1982 los socialistas llegaron a La Moncloa con Felipe González, que antes de tomar posesión afirmó que iban “a utilizar todos los medios de que dispone el Estado democrático para acabar con la plaga del terrorismo”.

Lo anterior incluyó diversas acciones encubiertas -tan ciertas como desmentidas- de grupos como el GAL; una movilización diplomática firme para que Francia dejara de ser santuario para células de ETA; la acción interna coordinada de jueces, Policía y Guardia Civil; una eficaz recolección de inteligencia; acciones de autocontención de las víctimas de la violencia, etc. Fue crucial, también, la masiva movilización ciudadana ocurrida cuando en 1997 asesinaron al concejal Miguel Ángel Blanco, y que despertó en toda España “el espíritu de Ermua”, la localidad donde era representante por el Partido Popular. Al fin, después de 49 años de existencia, de forzado y extendido “impuesto revolucionario”; de amenazas que acabaron en exilios internos y externos; de 850 asesinatos, 2.600 heridos, 86 secuestrados… la pesadilla de ETA militar acabó el 2010. Su último asesinato fue el 16 de marzo de aquel año, en Francia

Nosotros, por el contrario, estamos en medio de una espiral de violencia análoga en la llamada Macrozona Sur, dominados por una historia distorsionada y ultranacionalista de los mapuches, creada al alero del marxismo, de un indigenismo de cuño académico con respaldo internacional, y que cuenta hasta hoy -tal como se denunciara en El Líbero– con la colaboración de miembros de la extinta ETA. A dicha agresividad se une el crimen organizado (narcotráfico, robo de madera, delincuencia); el ecologismo extremo; el “buenismo” de raíz cristiana; las malas condiciones socioeconómicas de la población mapuche. Todos los elementos confluyen en una narrativa insurgente radical que sectores del actual gobierno sustentan y que a su vez lo paralizan frente al desafío extremista. Lo paradójico en nuestro caso es que la propia población indígena rechaza en cada elección, porfiadamente, una y otra vez la violencia como método de lucha y las leyendas creadas. En las zonas mapuches el discurso indigenista insurgente no encuentra acogida.

Me horroriza pensar que estemos al comienzo de un proceso del terror como método, aunque las cifras generales muestren una disminución de la violencia gracias a una restringida presencia armada que hay que renovar cada trimestre. Recelo del vacío legal que vivimos, como del existencial. Varios sectores políticos que apoyan a este gobierno, los comunistas entre ellos, siguen siendo renuentes a alcanzar un pacto transversal sobre la utilización de las herramientas que le permitan al Estado de derecho combatir la insurrección, partiendo por la aplicación de los artículos eximentes contemplados en el Código de Justicia Militar o el uso de los Tribunales militares en caso de enfrentamiento, tal como los señalan ex Comandantes en Jefe de las FF.AA. en carta abierta en El Mercurio, y siguiendo por la aprobación urgente de las Reglas del Uso de la Fuerza, reformas a la ley antiterrorista y otras varias pendientes de aprobación en el Congreso sobre temas de seguridad.

Sin embargo, temo que hasta que no asuma un nuevo Gobierno y Congreso a comienzos de 2026 padeceremos un vacío de poder, estaremos entrampados en eternas discusiones políticas en materias de seguridad, caldo de cultivo para que la insurgencia opere con confianza e incluso con cierto respaldo.

El combate a la ETA, que cesó después de casi medio siglo de violencia, nos deja otras lecciones aparte de la necesaria determinación y cohesión del mundo político democrático en ponerle fin. También fue imprescindible la articulación coordinada de diferentes órganos del Estado (en nuestro caso Gobierno, Ministerio Público, FF.AA., fuerzas de seguridad); reponer un sistema de inteligencia eficaz, que habíamos desmantelado; una movilización masiva, que en España sacó a las calles a la sociedad convirtiéndose en un fenómeno político; la cooperación del periodismo (y hoy día de las redes sociales) para frenar la apología que para algunos grupos tiene dicha insurgencia; una acción internacional decidida para atacar todos los puntos de apoyo que nutren directa o indirectamente a estos grupos y, muy particularmente, una relación estrecha con la Argentina en esta materia, gobierne quien gobierne.

A principios de este año llevábamos 80 muertes asociadas a esta insurrección en la Macrozona Sur, desde 1997. El Líbero nos informaba que en 2023 se produjeron 834 víctimas de todo tipo. En pocas semanas cumpliremos 26 años y medio de violencia. Nuestra democracia tiene el deber de defenderse. ¡Hasta cuándo! ¡Basta ya!

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