Un mal gobierno

Columna
Pulso, 30.11.2015
Alejandro Fernández B., gerente de estudios de Gemines S.A.

Este es un mal Gobierno no necesariamente por sus objetivos o su programa, que es legítimo y fue elegido por la mayoría de quienes votaron en la segunda vuelta electoral de diciembre de 2013.

Es malo porque su gestión ha sido extraordinariamente deficiente, al punto que hay que mirar de los años ‘70 hacia atrás para encontrar tanta improvisación, desprecio por lo técnico en favor de lo ideológico y una obsesión por la desigualdad tan excesiva como contraproducente, al punto que se está destruyendo el financiamiento universitario asociado al rendimiento académico y los buenos resultados en las pruebas de selección, que son descalificadas por algunos, sobre la base de un supuesto sesgo de clase.

La absurda obsesión por la gratuidad de la educación terciaria, tema en que el mundo viene de vuelta, implica no solo la ausencia de nociones básicas respecto de lo que significa tener una restricción presupuestaria y el concepto de escasez de recursos y necesidades múltiples, sino que se está dispuesto a discriminar a los alumnos simplemente por el tipo de institución en la que estudian. Más aún, los recursos para financiar la gratuidad no van a los beneficiarios de la misma, sino a las instituciones que imparten la educación terciaria, independiente de su calidad, supuestamente el otro gran eje de la reforma educacional. La insistencia en la gratuidad, utilizando subterfugios presupuestarios es, además, una contribución al deterioro institucional. El rechazo al sistema de becas, como alternativa al de la gratuidad, algo que parece no tener sentido, probablemente lo que anticipa es la eliminación de las pruebas de selección universitaria (el sesgo de clase ya citado) y el libre ingreso a la educación terciaria, lo que terminará por demoler un sistema que debe estar basado en el mérito académico y en la jerarquía de los que saben y no en el absurdo del cogobierno que niega todo lo anterior.

Sorprendente resulta, también, observar como se reducen recursos en un sector para dárselos a otro. Quitarle financiamiento al Metro, por ejemplo, para mantener viva la absurda idea de construir un número de hospitales que, por estar en el “programa” hay que llevar adelante como sea, no importando que haya sido irrealizable desde el principio, es demencial. Es comprensible, en todo caso, la frustración de las localidades que no van a tener su hospital cuando se lo prometieron, porque no hay forma de construirlos en los plazos fijados, ni por concesión ni por acción directa del Ministerio de Salud. A propósito de concesiones, se ha dicho de manera sarcástica que “gobernar es concesionar”, criticando ideológicamente la incapacidad o imposibilidad del Estado por realizar directamente diversas actividades cuando, por lo demás, no se han entregado concesiones relevantes hace muchos años. Este mecanismo, con los resguardos necesarios, es sin duda alguna una forma eficaz de resolver las carencias de infraestructura sin necesidad de que el Estado tenga los recursos disponibles que, por lo demás, siempre tienen un uso alternativo que puede ser orientado a reducir la desigualdad y la pobreza con políticas donde el Estado es insustituible. En este caso, se trata solo de pragmatismo y de que no importa el color del gato, con tal que cace ratones.

Cansa también la nostalgia sesentera y el conservadurismo (en realidad pura ignorancia) de quienes se autodenominan representantes de organizaciones “revolucionarias” y critican el TPP, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, sobre la base de que entroniza en Chile una estructura productiva de recursos primarios al servicio del imperialismo y propugnan, en cambio, una política desarrollista estilo cepaliano, que está demostrado que fue un fracaso total cuando se implementó, especialmente en Chile, pero también en países como Argentina y Brasil, que todavía mantienen en pie la ilusión de estos sistemas a través del decrépito Mercosur y sus políticas internas. Lo peor de todo es que se promueve la industrialización como política de desarrollo, cuando la época de la industrialización en el mundo ya pasó hace rato, y nos encontramos en la era de los servicios y las ideas, cuyo desarrollo requiere mercados flexibles, buena educación y menos intervención del Estado, pero vamos en la dirección equivocada en todos los frentes, incluyendo una Reforma Laboral, también nostálgica de épocas pasadas, defendida con el argumento peregrino de que la reducción en la desigualdad pasa por un poder negociador sindical mayor. Otra vez, el efecto probable va a ser el opuesto al buscado.

La guinda de la torta es la reforma o reemplazo de la Constitución, justificada sobre bases académicas puristas (el defecto de origen que, por lo demás, comparten todas nuestras constituciones) o completamente irreales, bajo el supuesto que una nueva Constitución puede resolver todos nuestros problemas, desde la crisis política (supongo que transformando a nuestros políticos chantas en virtuosos) hasta la desigualdad, “asegurando” derechos sociales que automáticamente nos harán iguales y felices, pero ignorando, de nuevo, la relevancia de la restricción presupuestaria y la necesidad del esfuerzo individual.

Para resumir, un mal Gobierno con una gestión que ni el opositor más recalcitrante podría haber imaginado sería tan mala (que llega, incluso, a generar dudas respecto de la calidad de nuestra defensa frente a Bolivia en La Haya) y que, desgraciadamente, dejará secuelas que persistirán por muchos años después que este termine.

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