El fin de la siesta

Columna
El Líbero, 15.08.2021
Jorge G. Guzmán (ex diplomático) y Richard Kouyumdjian (ex vicealmirante)

¿Por qué Chile reacciona ahora ante una directiva incluso “menos invasiva” que la decisión política ilustrada en el bien conocido mapa de la plataforma continental de 2009? ¿Qué hace que Chile despierte de una “larga siesta”, como algunos periodistas de Buenos Aires han caracterizado el larguísimo silencio en esta materia?

En conversaciones sostenidas durante estos días con medios de Buenos Aires, hemos sido consultados acerca de las razones de “la demora chilena” en precisar los límites exteriores de un espacio de aproximadamente 9.000 km² de suelo y subsuelo submarino, situado al sureste del Cabo de Hornos (la “medialuna”, según periodistas argentinos). También nos han preguntado por “el fondo de la molestia de Chile” frente a la nueva Política Nacional de Defensa Argentina que, en contexto y en nuestra interpretación, es “una pieza más” de un rompecabezas geopolítico ambicioso y global, en plena implementación por nuestros vecinos.

Ocurre que, desde el punto de vista argentino, si hasta mayo de 2020 -durante 11 años- poco se dijo frente la apropiación de Argentina del citado territorio chileno, ¿por qué Chile reacciona ahora ante una directiva incluso “menos invasiva” que la decisión política ilustrada en el bien conocido mapa de la plataforma continental de 2009? ¿Qué hace que Chile despierte de “una larga siesta”, como algunos periodistas de Buenos Aires han caracterizado el larguísimo silencio de la diplomacia chilena en esta materia?

A estas alturas la opinión pública conoce que en abril de 2009 Argentina solicitó a un organismo internacional el reconocimiento de su soberanía sobre vastas extensiones de territorios submarinos, incluidos grandes espacios de la Antártica Chilena y, también, sobre la citada “medialuna” al sur y sureste del cabo de Hornos. Este último territorio “cae” dentro de la proyección de las 200 millas de las Islas Diego Ramírez. Si bien esa solicitud tardó años en resolverse (siendo desde el inicio de dominio público), recién en 2020 la Cancillería chilena objetó “el fondo” de la pretensión argentina. Solo entonces de manera expresa se cuestionó el derecho de Argentina a reclamar un sector de la plataforma continental que Chile, conforme lo estipula la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, correctamente lo considera parte de su territorio.

La acción diplomática chilena de mayo de 2020 marcó, recién, la diferencia. Con esa gestión se comenzó a pedir a Argentina que corrigiera los límites de una construcción levantada de manera inconsulta: derechamente se le pidió que “quitara esos ladrillos” instalados a partir de 2009-2016. Resultado de la “tolerancia” practicada hasta 2020 es que en 2016 Argentina incluyó dicha “medialuna” en su territorio, a pesar de que en ella preexisten derechos chilenos. Ese último año -y por todo lo alto- el gobierno de Buenos Aires celebró lo que llamó “los limites definitivos de la Argentina con la humanidad”. Fundada en una interpretación meramente técnico-legal, nuestra Cancillería prefirió ignorar este grave desafío político, geopolítico y geoestratégico.

En 1881, a cambio de nuestra renuncia unilateral a nuestra Patagonia Oriental, Argentina reconoció formalmente que el Estrecho de Magallanes y los territorios marítimos más australes eran de nuestra soberanía.

Por eso llama positivamente la atención el reclamo diplomático de la semana pasada. Entendemos que esta “gestión política” apunta a alinear al país con una doctrina propiamente “territorialista”, acertada y consistente con nuestra tradición diplomática, geopolítica y jurídica austral y antártica. Se trata, en términos prácticos, de la superación del enfoque superficial y voluntarista imperante durante los gobiernos de la ex Concertación, el primero y la primera parte del segundo de Piñera.

Esto, porque no obstante que la diplomacia y el Ministerio de Defensa de Argentina conocen al detalle el Tratado de Límites de 1881 y el Tratado de Paz y Amistad de 1984, se ha atrevido a afirmar que el Estrecho de Magallanes y los espacios marítimos chilenos “al sur del Canal Beagle” pueden constituir “espacios compartidos”. Ocurre que si bien antes Chile guardó silencio ante la pretensión sobre 9.000 kms² al sur y sureste del cabo de Hornos, por qué a partir de ahora Argentina podría dejar de pretender el “premio mayor”, esto es, una injerencia directa sobre la gestión de los territorios que se extienden al sur de San Gregorio y Punta Arenas (por ejemplo, la “gestión compartida” del sistema de ferries que operan sobre el Estrecho de Magallanes). Aunque parezca “ciencia ficción”, observada la conducta histórica de nuestros vecinos, esta posibilidad está lejos de ser descartada.

No obstante que algunos periodistas de Buenos Aires han considerado que la citada Política Nacional de Defensa constituye “un error de nivel escolar”, lo concreto es que los expertos del Ministerio de Defensa y la Cancillería argentinos saben que el Estrecho de Magallanes y los territorios marítimos más australes que deberían tener estatus “compartido” son, en el los hechos y en el Derecho, totalmente chilenos. Esto, porque en 1881, a cambio de nuestra renuncia unilateral a nuestra Patagonia Oriental, Argentina reconoció formalmente que los mismos eran de nuestra soberanía. Se trató de una “transacción política” dolorosa para Chile, pero que con el tiempo se compensó con la creciente importancia de los espacios marítimos australes y la propia Antártica. Toda vez que el tratado de 1881 explicitó que los territorios “al sur del Canal Beagle” son chilenos, la geopolítica argentina se vio obligada a “innovar” y, primero, a inventar el “principio bioceánico”; segundo, a repetidamente negarse someter el problema del Beagle a una corte internacional (hasta 1972), y; tercero, una vez logrado esto último, a rechazar la sentencia y a abusar de la amenaza del uso de la fuerza para obligarnos a una nueva transacción, en la que nuestros mejores derechos resultaron relativizados ante la amenaza de conflicto. Es esta misma fórmula la que ahora se ha puesto nuevamente en marcha: cualquier acción chilena que afecte al interés argentino en la Zona Austral debe considerarse como un caso de “grave daño a la relación bilateral”.  Tolerar este “bullying diplomático” es lo que una de las funcionarias de Santiago directamente responsable de esta materia llama “la manera madura” de relacionarse con Argentina.

Antes de eso, y frente a la consistencia de la tesis histórica chilena (e implementando un concepto geopolítico y geoestratégico “adelantado”), nuestros vecinos entendieron temprano las debilidades estructurales de su pretendida proyección hacia la Antártica. Por ello rechazaron el Laudo arbitral de 1977, y nos arrastraron a una disputa territorial que, como indican la “medialuna” de territorios submarino y la pretensión de los “espacios compartidos”, no terminó en el Tratado de Paz y Amistad de 1984. Esto no puede continuar.

Frente a lo anterior es imprescindible recordar que, desde los siglos XVI y XVII, el control de los espacios marítimos australes ha sido fundamental para la seguridad de nuestras costas, nuestro comercio internacional, para nuestra comunicación con las costas atlánticas y Europa, y para nuestra continuidad territorial hasta y desde el Polo Sur. Por ello, nuestros antecesores estuvieron siempre dispuestos a ir “hasta el último sacrificio” para mantener los espacios “al sur del Canal Beagle dentro del mapa de Chile”. Debemos volver a ser fieles a esta tradición.

A siete meses del fin de este gobierno, el austro chileno se ha convertido en el desafío de política exterior de mayor envergadura en décadas.

Este antecedente debe resultarnos de utilidad para enfrentar el reclamo territorial argentino sobre el referido territorio submarino sobre miles de kms² plus ultra lo pactado en 1984. Sobre esa geografía -y esto es trascendente- preexisten derechos chilenos. Nuestra tradición encapsulada en la tesis chilena para el proceso del Laudo y la Mediación de Juan Pablo II debe servirnos para -como lo demuestra la evidencia- volver a enfrentar el infundado “principio bioceánico”, que sigue “vivo” y funciona institucionalmente bajo la cúpula de una Subsecretaría de la Cancillería argentina. Esa repartición tiene dedicación exclusiva sobre el tema, y ha sido dotada de decenas de funcionarios. Esto ocurre porque, para Argentina, la cuestión de sus “derechos irredentos” sobre archipiélagos administrados por el Reino Unido está indefectiblemente vinculada a su reclamo antártico. Este, a su vez, está política, geopolítica y metodológicamente vinculado a su pretensión de mantener a Chile al Oeste del meridiano del cabo de Hornos. Observado el asunto en un mapa del hemisferio sur, se puede apreciar que el “talón de Aquiles” de dicha construcción geopolítica argentina es, una vez más, la proyección y la continuidad natural y geográfica de Chile hacia y desde el Polo Sur.

Es tiempo de dejar de pretender ser el “el mejor compañero del curso” y aceptar que los escenarios regional y antártico están cada vez más caracterizados por luchas de poder entre países y alianzas de países.

En el entramado geopolítico argentino, el puerto de Ushuaia, en la ribera norte del Canal Beagle, constituye la principal (y quizás única) pieza. Por eso la inversión del Estado central argentino en reforzar dicha ciudad para transformarla en un centro de complejidad superior a Punta Arenas (pero situada un día y medio de navegación más cerca de la Antártica). Es la consistencia política del Estado argentino (y la mirada geoestratégica de su sector privado) lo que ha convertido a ese puerto en el principal centro distribuidor de turismo polar en toda la Antártica Occidental.

A la fecha, nos guste o no, Punta Arenas ya no es la variable principal del diseño geopolítico austral argentino: hace al menos una década que esa capital regional chilena dejó de ser “una amenaza”. El verdadero problema para el interés argentino está al sur del Estrecho de Magallanes y se llama Puerto Williams. Es desde este punto sobre el Canal Beagle que se tiene acceso a lo que Argentina denomina “el Mar [Francisco] de Hoces” (otra invención). Es decir, primero, una ruta directa hacia/desde a la Antártica (vía el Canal Murray y cabo de Hornos) y, segundo, acceso directo a los activos turísticos de clase mundial de nuestras aguas interiores (entre otras, galerías de ventisqueros de los brazos Noroeste y Suroeste del Canal Beagle).

Se trata, como se indica, de “aguas interiores chilenas” que, visionariamente, el Tratado de 1984 vetó para cualquier nave proveniente de un puerto argentino sobre el Canal Beagle, pero que ahora nuestra miopía geoestratégica vuelve a poner en peligro (incluso aceptando una petición de un nuevo paso fronterizo en Yendegaia, a 20 kilómetros de Ushuaia y, respecto de Puerto Williams, a una hora de navegación menos para acceder directamente al Canal Murray, las Islas Wollaston, el cabo de Hornos y el Beagle Occidental. Increíble).

Pese a que para un visitante, de cualquier nacionalidad, “todo lo interesante de ver” entre el Estrecho de Magallanes y la Antártica está en el sector chileno, de todos modos Ushuaia cuenta con un aeropuerto internacional y un puerto de aguas profundas de clase mundial, que cada año reciben miles de pasajeros. En cambio, pasados casi 40 años desde el fin de la crisis de 1977-1984, Chile aún no termina de construir su propio camino para el acceso terrestre al Canal Beagle. ¡Plop!

Esto demuestra que el Estado chileno no logra comprender el desafío geopolítico al que Argentina nos obliga en la Zona Austral: los ya citados “espacios compartidos” de la Política de Defensa 2021 y la pretensión de territorio submarino más allá del cabo de Hornos de 2009 constituyen dos, entre muchos, ejemplos de nuestra falta de análisis de conjunto. Es más, para la clase política chilena la cuestión de la integridad territorial austral-antártica del país no es, ni siquiera, “tema”.

Si Chile aspira a “pasar a la segunda ronda de la competencia antártica”, es imprescindible dejar de lado las superficialidades, los tecnicismos autorreferenciales y las miradas de corto plazo, que hasta hoy explican por qué nuestro país no ha logrado poner en valor su riquísima geografía al sur del Estrecho de Magallanes. Para eso Chile no cuenta ni un análisis prospectivo, ni con una política de conjunto de mediano y largo plazo.

Nuestro país solo cuenta con “medidas de excepción” aisladas y desarticuladas, e iniciativas parciales en las que, como en una difusa “política científica antártica”, predomina una visión superficial, “globalista” y autocomplaciente, que interesadamente se abstrae de, por ejemplo, el escenario geopolítico de neo-territorialismo antártico del cual, debe entenderse, son parte los los reclamos de plataforma continental antártica formalizados por Australia, Francia, Noruega y Argentina (desde el Río de la Plata a las costas de los mares de Weddell y Bellinghausen). Frente a estas y otras amenazas (i.e. la incursión “a mata-caballo” de China y la creciente focalización de Rusia en los depósitos de gas natural en la Antártica), resulta desesperanzador el entusiasmo científico juvenil chileno que apunta a reducir a la Antártica y a nuestro Mar Austral en meros “laboratorios naturales”, al servicio de proyectos propios, casi siempre financiados con recursos públicos.

A diferencia del “entusiasmo científico juvenil chileno”, el Ministerio de Ciencias argentino ejecuta planes enmarcados dentro de una visión geopolítica y geoestratégica, dirigida a proyectar poder e influencia para fortalecer la soberanía. Un ejemplo de esto es el llamado proyecto “Pampa Azul”.

A diferencia del Inach en Punta Arenas (en cuyo interior flamean docenas de banderas de otros países), en Argentina “la locomotora” es la bandera argentina: detrás de ella se enganchan todas las políticas sectoriales, sean científicas, ambientales, etc., bajo un mando superior situado en la Cancillería en Buenos Aires. Por lo mismo, “la razón de la diferencia” no está en que nuestros vecinos son “más inteligentes”, sino que son capaces de entender que el desafío que se nos presenta en “el sur más lejano del mundo” es político y geopolítico (incluido aquel derivado del mandato constitucional para “recuperar  Malvinas”).

Por lo mismo es altamente improbable que escuchemos a un(a) Gobernador(a) de la Provincia argentina de Tierra del Fuego hablar -en lugar de derechos soberanos – de “pretensiones antárticas territoriales”, como días atrás ocurrió cuando el Gobernador elegido de Magallanes y Antártica Chilena, quien a la prensa de Punta Arenas indicó que en la región polar austral Chile tiene “pretensiones” y no, como además establece la ley, derechos soberanos. Increíble. No obstante la debilidad de sus argumentos, para nuestros vecinos no existen las “pretensiones”:  solo existen “derechos”. Claro y simple.

Tampoco escucharemos a una autoridad argentina reconocer públicamente que al sur del Cabo de Hornos no existe la separación entre el Océano Pacífico y el Atlántico, o reconocer que, en esa misma región de la tierra, existe un Mar Austral Circumpolar. ¿Por qué? Porque ello importaría reconocer que el principio bioceánico es una “invención geopolítica” concebida única y exclusivamente al servicio del interés nacional argentino, esto es, al servicio del conjunto de ese país. Otra vez, simple y claro.

Nuestro país tiene mucho que aprender de su vecino. Tiene, por ejemplo, que aprender a negociar desde la posición que, a pesar de todas su dificultades, le confieren una economía más estable y unas fuerzas armadas mejor equipadas y entrenadas. Históricamente, Argentina ha negociado con Chile “entendiéndolo” como un país más débil. Esto ya no es así.

Asimismo, es tiempo de dejar de pretender ser el “el mejor compañero del curso” y aceptar que los escenarios regional y antártico están cada vez más caracterizados por luchas de poder entre países y alianzas de países. Es crecientemente evidente que la cooperación está condicionada a la proximidad ideológica y/o económica entre países. Si el poder no se usa, entonces no sirve de nada.

El Estado chileno no logra comprender el desafío geopolítico al que Argentina nos obliga en la Zona Austral.

Afirmar que “Chile necesita de Argentina” es tan correcto como afirmar que “Argentina necesita de Chile”. Es en esta ecuación en la que nuestro país no debe perderse en un “buenismo universalista” e inconducente, propio del período post Muro de Berlín y post URSS. Es desde ese “estado mental” desde el que, periódicamente, debemos regresar a la realidad para enfrentar situaciones como las impuestas Política Nacional de Defensa Argentina que, esta vez por escrito y en la internet, ha dejado establecido que nuestros vecinos aspiran a alcanzar “el control” del Estrecho de Magallanes y, aunque inventen un nuevo nombre (Mar de Hoces), el control  del Mar Austral Chileno. Inaceptable.

La reciente Nota Diplomática chilena, que ha obligado al Gobierno de Alberto Fernández a reconocer “el error” de la citada Política de Defensa Nacional representa una nueva oportunidad para que Chile enmiende el rumbo. Sin embargo -y como sobre todo a partir de 2016 y a través de diversos medios lo hemos “dicho y reiterado”-  para pasar “del dicho al hecho” es necesario que, sin más dilaciones (ya han transcurrido 22 años desde la normativa correspondiente entró en aplicación y 12 años desde el reclamo argentino) se entreguen al organismo competente en Nueva York los datos geocientíficos con la respectiva ilustración cartográfica de todos los límites exteriores de la plataforma continental chilena, ergo la representación gráfica de nuestra soberanía en el Mar Austral Circumpolar y, también, la Antártica Chilena.

Para esto no se necesita ninguna nueva Nota Diplomática, salvo aquella dirigida al Secretario General de Naciones Unidas con los antecedentes que deben ilustrar y comprobar la continuidad geográfica, geo-científica y geo-legal de nuestro país desde el cabo de Hornos y Diego Ramírez hasta ambas costas de le Península Antártica. Todo lo demás está de sobra.

Solo esto, valga la insistencia, permitirá asegurar la integridad territorial de la República, y evitar nuevos hechos bochornosos para la relación bilateral.

A siete meses del fin de este gobierno, el austro chileno se ha convertido en el desafío de política exterior de mayor envergadura en décadas. La forma en que el país encare este desafío estampará el legado del Presidente Sebastián Piñera y, también, de la gestión del Canciller Andrés Allamand.

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