Un interés repentino

Columna
El Líbero, 05.04.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador (r) y exsubsecretario de RREE

En estos días, la dimensión más relevante de los vínculos entre América Latina y los Estados Unidos está dada por las medidas anunciadas el miércoles como parte del llamado “Liberation Day”. Sus consecuencias reales aún no se pueden calibrar cuando cierro esta columna, pero es claro que los TLC en su dimensión comercial son cosa del pasado y que nuestra región, a excepción de México y Canadá, ha resultado menos dañada por los primeros aranceles generalizados.

Independientemente de las secuelas económicas que sobre cada uno de nosotros tendrán las medidas, me parece un hecho que América Latina y el Caribe están adquiriendo mayor relevancia política en Washington en función de los intereses globales que impulsa la administración Trump. Sus esfuerzos para limitar la influencia de China, país que se ha convertido en importante socio comercial e inversionista; la política antinmigración y de deportaciones; la necesidad de combatir el tráfico de drogas y el crimen trasnacional organizado; o plantear alternativas viables para acabar con la dictadura venezolana, serían los principales elementos que están detrás del recuperado interés norteamericano por nosotros. Estos elementos estaban allí durante la administración anterior.

Este gobierno ha agregado otros temas candentes que, para bien o para mal, lo unen a nuestra región. El asunto del Canal de Panamá; la sintonía más fina sobre la política de aranceles que nos afecta a todos; la intervención de la Casa Blanca para favorecer a los capitales norteamericanos en América Latina y desplazar a los chinos; su obsesión por dividirnos entre países amigos y adversarios de Washington; y un lenguaje ofensivo que erosiona el principio de igualdad soberana de los estados, son algunos de los principales. A estos se agrega el denodado esfuerzo por hacerse de Groenlandia, que nos parece un tema político que los enfrenta a Europa, aunque ese territorio es geográfica y socialmente igual de americano que nosotros, al ser habitado hasta hoy por pueblos originarios durante tres mil años.

La combinación de estos factores, pasados y presentes, sumado al distanciamiento entre Washington y Europa, y el resurgimiento de zonas de influencia mundiales explican, en mi opinión, el activismo norteamericano entre nosotros. Es notable que el secretario de Estado, Marco Rubio, haya puesto proa hacia el sur dos veces en las diez semanas que lleva en el cargo. Algo impensable en administraciones anteriores. Importa, por supuesto, la sensibilidad particular de él y del Enviado Especial para América Latina hacia nosotros, pero lo que está en el fondo de estos movimientos es “hacer grande a los Estados Unidos de nuevo”. No lo debemos olvidar. No hay detrás una “Alianza para el Progreso”, o algo similar. En cierta medida, los esfuerzos se parecen más a la política exterior de los presidentes William McKinley (1897-1901) o, más atrás, de James Monroe (1817-1825). Es decir, para recordarnos que es en este hemisferio donde se definirán sus intereses. Que América es el teatro predilecto donde desplegarán su influencia.

En los albores de nuestra vida independiente, don Diego Portales, el estadista que forjó Chile, se unió al sentimiento antieuropeo surgido durante los procesos de independencia, pero también desconfiaba de la Doctrina Monroe un año antes que ella se pronunciara ante el Congreso de los Estados Unidos. En carta a su socio comercial, José Manuel Cea, en marzo de 1822, decía que Washington se proponía “hacer la conquista de América, no por las armas, sino por la influencia en toda esfera”. Nacía bien temprano, entre nosotros, una distancia hacia la doctrina del “destino manifiesto” norteamericano, el MAGA del siglo XIX, que se expresaría en numerosas ocasiones por sus agresiones a México, Nicaragua, Panamá, Ecuador, etc.

Cuando asumió el presidente McKinley en 1897 el expansionismo de décadas anteriores se consolidó. Durante su mandato fijó las bases para la construcción de un Canal en el istmo centroamericano; se anexó Hawái e intervino en contra de España para liberar sus últimas colonias en América y Asia. Era un expansionista a tono con los objetivos imperiales de las principales potencias europeas. Justificaba sus actos de fuerza como “un deber para con nosotros mismos, la civilización y la humanidad”. Se enfrentó exitosamente a la oposición de miembros de su propio partido (republicano) y de los demócratas, que creían que su expansionismo violentaba el principio fundamental de una república, es decir, que el poder emana del consenso de los gobernados. Aquellos sostenían que la política exterior debía honrar los ideales norteamericanos del auto gobierno y la no intervención, tal como estaban expresados desde la Declaración de la Independencia en adelante. Sin embargo, McKinley se impuso.

En Chile nos dolió mucho la caída de Cuba en 1898 a causa de McKinley. Habíamos apoyado la independencia de la isla, para lo cual mandamos a don Benjamín Vicuña Mackenna a Washington (1865-1866), pero nunca aplaudimos la intervención norteamericana o la ocupación de Cuba. Hacia 1898, estábamos resentidos con Estados Unidos por varios factores previos: sus maniobras diplomáticas para malquistarnos con otros países sudamericanos por el peso naval de Chile en el Pacífico Sur, al acabar la Guerra del Pacífico; la política de armamentismo naval de Washington, según la doctrina Mahan (suponía el control de los mares para asegurar el predominio económico y militar norteamericano); su respaldo a la causa de Balmaceda durante la Guerra Civil de 1891; y el prepotente y humillante incidente del Baltimore, a fines de ese mismo año. Según el distinguido historiador y diplomático, Mario Barros, la guerra en Cuba “hizo que la masa íntegra del pueblo y la sociedad (chilena) se pronunciara por España en la guerra con los Estados Unidos”.

En otras palabras, antes de la irrupción del socialismo y el marxismo, nuestros partidos no eran pronorteamericanos. La “derecha” política, económica y social de aquellos tiempos miraba a Washington con gran realismo y, por cierto, con una distancia europeizante.

Las cosas cambiaron paulatinamente de la mano de la inversión norteamericana en la gran minería del cobre en el siglo pasado y, ciertamente, con el extraordinario esfuerzo liberador que supuso la participación de Estados Unidos en la II Guerra Mundial, y la creación de un nuevo orden político y económico mundial, al que nos invitaron a participar. Este es el orden que se desmorona y retrotrae, a mi modo de ver, a fines del siglo XIX, a la época de McKinley, al súbito interés por nosotros.

No deja de ser sintomático que nueve países del hemisferio hayan sido visitados por Marco Rubio, quien se ha reunido con sus jefes de Estado o de Gobierno y, en esas giras, con los mandatarios de otros cuatro países. Tres presidentes viajaron EE.UU. en este corto periodo. Ha conversado con otros 10 cancilleres de la región. La secretaria de Seguridad Interior, Kristi Noem, se reunió con otros tres presidentes. El secretario de Estado Adjunto, Christopher Landau, ha asumido un papel relevante de coordinación. No conozco si se ha producido ninguna conversación de alto nivel con Chile.

Me preocupa que Washington nos arrincone sin demasiadas alternativas. Mientras esto nos ocurre, las relaciones de Estados Unidos con Argentina marchan a todo vapor. Esta misma semana estuvo en Washington el canciller trasandino, Gerardo Werthein. Hay temas importantes entre ellos como la cooperación espacial para reemplazar los avances chinos en Neuquén; el apoyo en el FMI; acciones coordinadas para confrontar a los regímenes dictatoriales en la región; combate al narcotráfico y al crimen organizado y, por qué no, cooperación en defensa. Para nosotros, un escenario inquietante.

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